El país de los distraídos

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

Para un observador externo es muy complejo entender cómo una nación bendecida con tantos recursos naturales y que fue tan próspera ha caído en desgracia y jamás logró recuperarse. Para los locales tampoco es simple comprenderlo.

Algunas estadísticas cuentan que Argentina estuvo en la cima a finales del siglo XIX y hasta principios del XX. Es difícil saber cuánto de cierto contiene esa afirmación, ya que en aquellos tiempos la información no era tan fidedigna como para compararla con la de los demás.

Lo que parece indiscutible es que miles de ciudadanos del mundo que escapaban de crueles persecuciones y sangrientas guerras, pero también de la pobreza y el hambre posaron sus ojos en este singular rincón del planeta.

Eso no fue mera casualidad. Las opciones eran variadas, pero en ningún lugar de la tierra existía una legislación tan amigable que invitara explícitamente “a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”.

Los esperaba aquí, con los brazos abiertos, el reino de las oportunidades. Muchos de esos inmigrantes que hasta desconocían el idioma intuían que en ese paraíso encontrarían la chance de volver a empezar, de continuar con sus vidas, pero esta vez con la ilusión de construir un porvenir mejor.

Los negadores seriales dirán que no todo lo que brillaba era oro. Claro que no. Siempre las comunidades enfrentan desafíos e intentan resolver sus problemas, pero es falaz afirmar que quienes decidieron radicarse aquí no soñaban con progresar en estas latitudes. Por eso emprendieron el viaje, hicieron un enorme sacrificio y se quedaron para integrarse activamente. Luego, en algún momento de la historia, se iniciaron los disparates. No resulta sencillo identificar con exactitud ese momento. Como todo proceso social tuvo su despliegue, sus instantes y finalmente un día emergió con una potencia inusitada mostrando su peor versión.

A partir de allí la descomposición y el retroceso fueron secuenciales. Aquello que logró atraer a tantos foráneos fue desapareciendo y todo el encanto se fue transformando en desazón, impotencia y resignación.

La persistente inestabilidad política, el creciente enfrentamiento social y el consecuente deterioro económico fueron la regla de una larga era tan triste como evitable, que todavía es protagonista central del presente sin que se avizore un horizonte de salida en el corto plazo.

El punto es que la ideología que se impuso sin atenuantes es la de la exculpación. Nadie asume su participación en ese derrotero. Existen demasiadas muestras que confirman esta dinámica nefasta.

Una de las más elocuentes es aquella en la que ningún votante admite haber apoyado en las urnas a cualquiera de los lideres corruptos e inútiles que gobernaron en diferentes etapas de esta cuestionada democracia.

Tampoco se admite haber promovido en forma entusiasta ideas insólitas, discursos infantiles, ni aplaudido a los mentirosos seriales, delincuentes de guante blanco y cínicos profesionales que lamentablemente aún abundan. Es que se ha instalado como verdad la falsa creencia de que los individuos no tienen permiso para fallar sin aceptar que cometer errores es completamente natural. De hecho, eso es mucho más frecuente que contabilizar aciertos y esto vale tanto para la vida personal como la pública.

Lo que no es razonable es disimular yerros. Cuando se fracasa, lo que corresponde es analizar en detalle lo que sucedió, tomar nota de lo ocurrido y proponerse profundos cambios que aseguren que no se tropezará dos veces con la misma piedra. Sin embargo, el esquema aplicado es exactamente el inverso. Pese a la abrumadora evidencia una inmensa mayoría de la gente prefiere mirar al costado, atribuir los desaciertos a los instrumentadores circunstanciales a la implementación equivocada o a lo que fuere, comprando los argumentos que la clase política utiliza a diario para justificar su indisimulable ineptitud.

La herencia recibida, el poder de las corporaciones y las conspiraciones internacionales se destacan en ese inaceptable repertorio al que acude toda la dirigencia. Afortunadamente los próceres de este país nunca apelaron a ese mediocre alegato y es por ello que sus grandes logros son recordados. Los datos no dejan margen para una interpretación retorcida. Argentina ya no lidera ningún ranking de esos en los que todos quieren estar. Tampoco aparece en el podio de los más virtuosos indicadores. Por el contrario, figura como uno de los de mayor inflación y en aspectos como pobreza o corrupción permanece hace años entre los peores en todas las categorías.

En ese contexto, es importante identificar qué parte de la culpa la tienen los decisores políticos y cuánto descansa en una ciudadanía apática, necia, cómplice e insensata. El problema no es tomar malas decisiones. El drama sobreviene cuando no se aprende absolutamente nada de una experiencia negativa y se repiten las mismas estrategias que demostraron ser un fiasco.

Argentina es responsable de su debacle. No sirven las excusas, ni los relatos en los que “maléficos” terceros impiden el desarrollo. Se podrá discutir qué cuota de responsabilidad le cabe a cada uno, pero por acción u omisión nadie puede quedar afuera de la ecuación ni debería abstraerse.

Para los pesimistas habrá que decir si esto no se reconoce abiertamente y sin vueltas, todo seguirá igual o peor. Pero no menos cierto es que si la gente es capaz de reflexionar y dar vuelta la página, reaparecerá la esperanza. Claro que eso requiere de valor, pero no es imposible.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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