Sin traición, o el Estado sin autoridad

En este momento estás viendo Sin traición, o el Estado sin autoridad

Por Enrique Esteban Arduino

 

Desde el inicio de la humanidad, los incipientes grupos gregarios tendieron a justificar la ocurrencia de todo acontecimiento por la voluntad de un ser superior, al cual en su primitivo razonamiento asignaban evidencia por el hecho, pero ninguna certeza comprobada en su existencia, en parte por su escaso desarrollo intelectual, en parte por lo básico de las necesidades a satisfacer: alimentarse y sobrevivir.
Con el devenir de los tiempos y la evolución humana, estos agrupamientos que denominamos sociedades fueron ganando complejidad tanto en las relaciones entre sus integrantes como en las actividades que atañen a su funcionamiento, lo que llevo a ciertos miembros de las mismas a ejercer una clase de poder sobre los demás para imponer orden sobre el funcionamiento social. Este ejercicio del poder podía ser individual -jefes, reyes- o colectivo -ágoras, consejos-, físico –el más fuerte, o el más hábil- o intelectual –oráculos-, pero siempre tenían un punto en común: lo ejercían por la gracia de Dios, ese ser evidenciado pero no comprobado.
Tal vez Moisés, descendiendo del Sinaí con las Tablas de la Ley, había comprendido que si bien asumía que era Dios quien elegía quien gobernaría por su gracia, la relación no debía ser solo entre ambos –Dios y el agraciado- sino que esto debía ser ratificado por un pacto o convenio entre el gobernante y el pueblo, donde se planteaban los derechos y obligaciones de las partes para un correcto y armonioso funcionamiento social, amparados por el ser todopoderoso que se reconocía como originante de todo lo conocido y ocurrido en el universo.
Así, se podría decir que aproximadamente hasta el siglo XVII predominaba la idea de que el poder se justificaba de manera natural –ius naturalis, derechos inherentes por el solo hecho de nacer- o apelando a instancias religiosas; se aceptaba que las sociedades eran ordenadas y reguladas en acuerdo a ciertas reglas que excedían su capacidad de decisión. Pero Heráclito de Abdera intuyó que el devenir es un cambio permanente, y estos no tardaron en llegar, para pesar del estado de cosas imperante. El “nosce te ipsum” socrático y la lógica aristotélica demolieron el concepto de lo basado en el pensamiento mágico, reemplazándolo por el pensamiento crítico y que da impulso al desarrollo de la ciencia. Si cae un rayo, no se debe a que Zeus esté enfadado, existen razones que por medio de la experiencia y el razonamiento pueden ser deducidas. Ya no todo depende de las decisiones de Dios, por lo tanto se podría plantear que no es una certeza que quienes gobiernen lo sean por la gracia de él, hipótesis que cobraba más fuerza con el avance y fortalecimiento de la ciencia, y el debilitamiento de las razones religiosas como convenio entre gobernante y súbditos. La justificación del poder pasa a depender de alguna circunstancia, comportamiento o relación entre los mismos hombres que lo acrediten.
Hobbes, Locke y Rousseau, con distintas bases y argumentos, intentaron explicar el origen de la sociedad y del Estado como un contrato original –el contrato social- entre individuos, por el cual se acepta una limitación de las libertades a cambio de leyes que garanticen la perpetuación y ciertas ventajas del cuerpo social. Más próximos en el tiempo, Rawls y Habermas contribuyeron a actualizar los términos de dicho contrato a los tiempos que corren. Esta contractualidad socio estatal no es una doctrina política única o uniforme, más bien es un conjunto de ideas con un nexo común, capaz de evolucionar y readaptarse hasta la actualidad en forma de Constituciones.
Sin embargo, Lysander Spooner en su obra “No Treason: The Constitution of No Authority” (Sin traición: la Constitución sin autoridad, de 1867) argumenta por qué las constituciones no pueden ser legítimas y por lo tanto no se les debe lealtad alguna. Por ende, quien así actúe lo hace sin traición. Lo hace en un perfeccionamiento de las ideas de Henry David Thoreau y Frédéric Bastiat, yendo aún más allá que estos en sus razonamientos y su fundamentación.
El título no genera dudas: no hay traición al actuar en contra del gobierno, del Estado, a quien nunca se le debió lealtad. La Constitución no tiene ninguna autoridad para obligar al individuo sin su consentimiento manifiesto, ni a anular la revocación de un consentimiento previo. Como pietista, adherente al iusnaturalismo, asumía que un gobierno sólo podía ser legítimo si se basara en la voluntad total de los individuos que celebraran un contrato sólo por ellos mismos.
Sin bien Spooner sabía que el Estado es mucho más poderoso que cualquier individuo, y que si el individuo no puede usar una teoría de la justicia como su armadura contra la opresión del Estado, no tendrá una base sólida desde la cual retroceder y derrotarlo. Cree que no se puede medir la moralidad de un individuo por el hecho de que siga rituales o incluso por su adhesión profesada al credo, debemos observar sus acciones y ver si es realmente moral, consecuente con su formación pietista y en contra de las creencias litúrgicas. Su pensamiento político constituye una demoledora crítica del Leviatán desde una postura voluntarista totalmente compatible.
Bajo estas conjeturas, el gobierno es una asociación de ladrones y asesinos; toda legislación se opone al derecho natural y, por tanto, es criminal. Como un bandolero, le dice a un hombre: “Tu dinero, o tu vida”. Si por un lado por el derecho natural, cada individuo tiene derecho a la vida, la libertad, la propiedad, por el otro lado el Estado, sus monopolios y grupos protegidos los impiden y vulneran. Es inevitable y justo que si se quiere estar acorde con el derecho natural se debe desobedecer y levantarse contra lo que le sea contrario, como el Estado y sus alianzas empresariales proteccionistas. Su preocupación por principios universales como en el de la esclavitud, el triunfo completo de la justicia y la eliminación de la injusticia, lo llevó a una aplicación coherente y valiente de los principios libertarios, aún donde no era socialmente plantear la cuestión.
En concordancia con Spooner, Anthony de Jasay concluye que las Constituciones no colaboran en frenar el avance del Estado sobre los derechos individuales, es más, las más recientes animan este accionar. Su crítica a la teoría del “pacto social” no deja de ser incisiva. Lo considera basado en la lógica inherente de la vida en sociedad que lleva a los individuos a aceptar la presencia del Estado sin cuestionamientos, pero además, que adolece de contradicciones internas insuperables.
Según Albert Espluges, en su defensa del Estado democrático algunos van más allá de considerarlo un mal necesario al pretender que gobierna legítimamente sobre la base de un contrato social que nos compele a todos o una cesión de derechos por parte de sus súbditos.
Se atribuye a la Constitución el rango de contrato entre los ciudadanos y el Estado. Sin duda, algunos liberales minarquistas sienten afán por justificar éticamente el Estado democrático a partir de los derechos de los individuos, pero la entelequia contractual sólo contribuye a restar seriedad a su tesis.
Por último, y recurriendo nuevamente a Espluges, es conveniente preguntarnos: ¿El Estado democrático tiene derecho a gobernarnos? El Estado no puede poseer ningún derecho que, antes de su existencia, no poseyeran los individuos. Sólo puede derivar su legitimidad de sus súbditos, que de algún modo tendrán que haberle delegado voluntariamente el derecho a que les gobierne. El problema es que esta delegación de derechos no se ha producido jamás, y de hecho nunca podrá tener lugar.
Por eso la tesis de Spooner es acertada e irrefutable: el Estado que nos rige lo hace sin autoridad, sin legitimidad. No se asienta sobre el consentimiento de los gobernados, no le debemos obediencia porque se arrogue un derecho, incierto e infundado, a gobernarnos.

Enrique Esteban Arduino
Director Académico
Fundación Club de la Libertad
Corrientes, Argentina

Deja una respuesta