Una peluca arrojada al mar

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Por Carlos Moratorio (*)

Noviembre de 1776. Benjamín Franklin, político, científico, inventor y diplomático, uno de los “Padres fundadores de los Estados Unidos”, viaja a Europa a una labor trascendente y esencial para el futuro de su patria: Lograr  los apoyos políticos y económicos necesarios, para poder llevar a cabo, sin hesitaciones, la campaña militar que haga realidad la Independencia de las colonias norteamericanas sujetas al dominio inglés.

Se halla embarcado en el buque “Reprisal”, en un viaje delicado y peligroso. Bajo la amenaza de ser capturado por los navíos ingleses, en la brumosa ruta Atlántica entre Filadelfia y algún puerto francés. El otoño boreal de aquel 1776, lo encuentra rumbo a la tarea más importante de su vida. No busca fama ni dinero, ya que como bien señala el Marqués de Condorcet, Benjamín Franklin, “era el único hombre de América que tenía entonces en Europa, gran reputación,…objeto de veneración, se consideraba un honor haberle visto, se repetía lo que se le había oído decir…” Varios viajes al viejo continente le habían hecho ganar el respeto de ingleses y franceses, asombrados de su personalidad, su inteligencia y su sabiduría.

 

Sin embargo, le esperaba una ardua tarea. En julio de ese mismo año había colaborado con Thomas Jefferson y John Adams en el texto de la declaración de la Independencia, aprobado por las trece díscolas colonias americanas. Pese a dicho documento, las tropas inglesas asolaban el territorio colonial y había que conseguir aliados. Su prestigio en Europa, era inmenso y muy útil para tal fin. Según lo recordaba John Adams, “la reputación, el afecto, la popularidad y el respeto le abrieron paso o lo siguieron siempre y en todas partes.”

Volvamos a la cubierta del “Reprisal”, a las brumas otoñales que lo ocultaban de los buques enemigos. En un gesto sorprendente, Benjamín Franklin, se despoja de su peluca y la arroja al mar. ¿Qué sentido tuvo tal acto? Según Jesús Pabón, Franklin “al avanzar, en el largo curso de su existencia, cada mudanza entrañaba, con la adquisición y el enriquecimiento de lo nuevo, una renuncia, un desprendimiento”. La peluca representaba un signo aristocrático y Franklin la reemplaza entonces por un gorro de piel, proveniente de América.

Un símbolo para una nueva etapa. Si bien Franklin no era un diplomático, su sabiduría alcanzaba para poder llegar a serlo. Resuena para ello una de sus conocidas frases: “Recuerda no solo decir lo correcto en el lugar correcto, sino algo mucho más difícil, dejar de decir lo incorrecto en el momento más tentador”.

Y así fue su tarea ante la Corte francesa y de otras naciones amigas. Consiguió suscribir, en nombre de los Estados Unidos, en 1778, dos tratados internacionales con Francia. Uno de Amistad y Comercio y una Alianza Militar. La habilidad de Franklin y su prestigio habían logrado sacarle provecho al resentimiento francés contra los ingleses derivados del Tratado de París de 1763, del que Francia había resultado damnificado. Buques, tropas y hasta donaciones personales del Rey Luis XVI, acreditan, según Ignacio Díaz de la Serna, que “su labor diplomática en Francia representa, sin duda, un caso excepcional de la historia de las relaciones internacionales por el alcance histórico que tuvo.”

Finalmente en 1783, mediante el Tratado de París, el Rey Jorge III de Gran Bretaña, reconoce la independencia norteamericana. Benjamín Franklin representa a su país en el solemne acto, y en 1787, ya de regreso en Filadelfia, contribuyo a la redacción de la Constitución de Estados Unidos, expresando públicamente que ella, “no garantiza la felicidad sino solo la búsqueda de la misma”. El resto, como usar peluca o gorro, ya es cuestión de cada uno.

 

(*) Carlos Moratorio:

Abogado

Director de la Fundación Club de la Libertad

 

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