Independencia y libertad: Paraguay en la era contemporánea (1789-1989)

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Por: Eduardo Nakayama

 

El fin del absolutismo monárquico, y la posterior multiplicación de las repúblicas bajo el sistema de liberalismo político y económico en el mundo, se gestaron ya durante la Era Moderna (1453-1789), siendo fundamentales los resultados de las guerras civiles inglesas (1642-1651) y, sobre todo, el impulso que le diera estructuralmente el pensamiento del filósofo inglés John Locke (1632-1704), quien en sus dos “Tratados sobre el Gobierno Civil” refutó las ideas conservadoras de Sir Robert Filmer y al mismo tiempo, desafió a la monarquía que, como sistema político, prácticamente había dominado la historia de la humanidad desde los albores de la civilización de Occidente a Oriente bajo distintas denominaciones.

El absolutismo aún era defendido con firmeza en Inglaterra por filósofos como Thomas Hobbes (1588-1679), autor de Leviatán (1651), encontrando en Locke a su principal adversario en ese sentido, pero con quien compartía sin embargo la teoría contractualista, la caracterización más utilizada en Occidente para expresar el origen y la naturaleza del Estado, de gran influencia en la guerra de independencia norteamericana (1775-1783), que concluiría con el reconocimiento de la independencia de los Estados Unidos por parte del Reino Unido de Gran Bretaña con el Tratado de París y finalmente, en la Revolución Francesa (1789).

Los importantes cambios económicos y sociales producidos en las islas británicas también tenían su reflejo y complemento en el Continente Europeo, en efecto, el siglo XVIII, muy propiamente conocido como “de las luces”, contó con importantes pensadores y referentes conocidos como “enciclopedistas”, entre ellos Jean Jacques Rousseau, Denis Diderot, Jean D`Alembert, Voltaire o Montesquieu, transformando la manera de pensar en relación a la monarquía, al sistema de gobierno o al “empoderamiento ciudadano” que, durante la Revolución Francesa, llegó a los más terribles excesos durante el régimen del terror (1793-1794) llevado adelante por el “Comité de Salvación Pública”, responsable de las horrorosamente célebres decapitaciones producidas en aquel tiempo.

Pero sin dudas fue Locke quien había cambiado para siempre la concepción que los individuos tenían de sus gobernantes, dejando paulatinamente el sometimiento característico del súbdito para convertirlos en ciudadanos partícipes de la vida política, representados en una cámara parlamentaria, con un giro que les permitió abandonar el anonimato de la masa dando paso al protagonismo individual, en armonía con el antropocentrismo ascendente desde el Renacimiento, tanto en la Europa continental como en las islas británicas, el movimiento liberal marcó el fin del privilegio de la nobleza, y el mundo dio el salto más importante de su historia económica y social.

La aplicación de sus postulados (respeto a la vida, la libertad y la propiedad privada) permitió la explosión de nuevas invenciones, que revolucionaron la vida de tal manera que ni siquiera el impresionante progreso tecnológico de hoy puede compararse con el experimentado de 1730 a 1850, cuando se crearon inventos como el cronómetro de Harrison, los modernos sistemas de canales, los motores a vapor o el telégrafo, que llevaron a Bernstein (The Birth of Plenty, 2004) a afirmar que “un ciudadano cualquiera del mundo occidental de 1950 no tendría muchos inconvenientes para comprender la tecnología del año 2000, pero la vida cotidiana de 1850 hubiese causado espanto a cualquier ciudadano de 1800.”

De este lado del Atlántico, a excepción de Estados Unidos que había obtenido su independencia e iniciaba una impresionante marcha hacia el progreso, la decadente España de los borbones daba pasos en falso en su conflictiva relación con su vecina Portugal, con la cual firmaría el Tratado de Madrid o de Permuta en 1750 buscando delimitar sus territorios ultramarinos, debiendo recular ante las fuertes presiones, viéndose obligada a anularlo por medio del Tratado de El Pardo en 1761, aferrándose a sostener su monopolio comercial con sus colonias, reafirmado con la creación del último virreinato en la América Española -del Río de la Plata-, el 1 de agosto de 1776, menos de un mes después de la firma de la declaración de independencia de los Estados Unidos, el 4 de julio de 1776.

Si bien las revoluciones Americana (1776) y Francesa (1789) aceleraron con sus consecuencias el proceso de emancipación hispanoamericana, sobre todo aquella última durante el período napoleónico, desde el Consulado hasta el fin del Primer Imperio Francés (1799-1815), el aterrizaje del liberalismo político y el desarrollo capitalista en América Latina fue mucho más lento y tuvo distintos caracteres que en Europa, comenzando por las guerras de independencia que se extendieron hasta la segunda década del siglo XIX, en la mayor parte del continente, y hasta fines del mismo siglo, si consideramos las independencias de Cuba y Puerto Rico (1898) posibles únicamente gracias a la intervención de los Estados Unidos en aplicación de su famosa Doctrina Monroe.

Durante el primer proceso de independencia Hispanoamericana (1808-1833), el atraso en la organización política se da como herencia colonial española, con una economía centrada en el ahora extinto monopolio mercantil, casi eminentemente extractiva, antiguamente controlada por los famosos puertos precisos, con escasa actividad productiva e industrial y por tanto, traducida en un mero recambio de poder de los administradores peninsulares a la oligarquía criolla local, que buscaron basar sus soberanías en un sistema aduanero proteccionista, siendo que de las cinco unidades coloniales de la América Meridional: los virreinatos del Perú, Nueva Granada y del Río de la Plata, sumadas a las dos capitanías generales existentes en Venezuela y Chile, pasarían a convertirse en los países que actualmente conocemos; Nueva Granada absorbió a Venezuela en la Gran Colombia de Bolívar, resignando posteriormente su división en tres países: Ecuador, Colombia y Venezuela; Perú y Chile mantuvieron sus unidades territoriales, mientras que el Río de la Plata acabó convertida en cuatro países: Argentina, Bolivia, Paraguay y por último, Uruguay.

En su alocución sobre el Uti Possidetis Iuris en la Academia Diplomática Internacional de París en 1931, el doctor Eusebio Ayala, en su faceta de historiador, atribuía la dislocación del Virreinato Platino como efecto de la política luso-brasileña por una parte y de la política de Simón Bolívar por otra; en efecto, resulta interesante destacar que durante la invasión napoleónica a la península ibérica, la Corona Portuguesa aliada al Imperio Británico y enfrentada a Napoleón Bonaparte se trasladó entre 1807 y 1808, con todo su séquito, a la ciudad de Río de Janeiro, capital de su principal colonia ultramarina -el Brasil- elevada desde entonces a la categoría de Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarbe.

Así, no únicamente pero en gran medida, los lusitanos primero y el Imperio del Brasil después, alentados por sus intereses, fueron responsables de la conformación de los tres Estados tapones entre el dividido virreinato austral y el Brasil: Bolivia, Paraguay y después, Uruguay, quienes se verían enfrentados en distintas disputas, primero intestinas y luego territoriales para delimitar sus fronteras, tanto en la primera como en la segunda mitad del siglo XIX cuando se produce la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) entre los aliados Argentina, Brasil, Uruguay contra Paraguay, la Guerra del Pacífico (1879-1883) que enfrentó a Chile contra la alianza conformada entre Perú y Bolivia y finalmente, en la primera mitad del siglo XX, el más importante enfrentamiento bélico del siglo en el continente entre Bolivia y Paraguay en la Guerra del Chaco (1932-1935).

En el caso paraguayo son importantes estas acotaciones, pues el Paraguay declaró su independencia en 1811 y se proclamó república en 1813, manteniendo sin embargo un sistema político neoborbónico y por ende absolutista, tanto durante la dictadura del doctor José Gaspar Rodríguez de Francia quien gobernó como Supremo Dictador hasta su muerte en 1840, como así también durante el período de los López (padre e hijo), quienes pese a iniciar una apertura hacia el exterior, políticamente no realizaron reformas que permitiesen contar con un sistema parlamentario permanente o una justicia independiente, controlaban prácticamente toda la economía nacional con varios monopolios mercantiles, y rehusaron promulgar una Constitución Nacional con caracteres propios del liberalismo imperante como lo hizo la Argentina con Juan Bautista Alberdi en 1853 y su reforma en 1860, teniendo como base la Constitución de los Estados Unidos y que le permitiría, finalizada la guerra contra el Paraguay, iniciar su despegue económico que llegó a catapultarlo como potencia económica mundial.

En Europa, el proceso de industrialización dio paso a un nuevo escenario de lucha, no precisamente de clases en la forma concebida por Marx, sino como consecuencia de las nuevas realidades caracterizadas por vertiginosos cambios, que no ofrecían el tiempo necesario para comprender la metamorfosis económica y social que confrontaría, principalmente, las ideas que promovían la máxima libertad al individuo (liberalismo clásico) contra aquellas que otorgaban mayor poder a la colectividad (socialismo, comunismo) y por ende, a un gran Estado planificador de la economía, lo que sería el foco de la discusión desde la Revolución Rusa (1917) hasta el fin de la Guerra Fría (1989), e incluso hasta nuestros días.

Durante el siglo XIX, la Era Contemporánea estuvo caracterizada por una gran expansión del modelo liberal, siendo que su desarrollo fue mucho más vigoroso en Europa, Canadá y los Estados Unidos y mucho más lento en América Latina, lo que en parte explica el estancamiento de sus economías a excepción de Argentina y Uruguay, que aplicaron modelos liberales similares y, al igual que aquellos, abrieron sus puertas para recibir a millones de inmigrantes que dinamizarían sus economías. Lo mismo, pero en menor proporción lo hizo Brasil, principalmente en el sur y sudeste, donde concentró la mayor cantidad de llegados, no sólo europeos sino también japoneses desde los primeros años del siglo XX.

El Paraguay sancionó su primera Constitución Nacional en 1870, casi un siglo después que lo hiciera Estados Unidos (1787) y si bien no mucho después que la Argentina o incluso antes que Brasil se convirtiera en República (1889), la desastrosa Guerra de la Triple Alianza consumió prácticamente todos los recursos del país, que inició una penosa y prolongada recuperación que le llevó décadas, hasta que luego de iniciar un lento camino hacia el liberalismo coronado con la victoria militar en el Chaco, se vio sumida en el totalitarismo que campeaba el mundo durante el período de entreguerras, primero con la asunción del coronel Rafael Franco (1936-1937) y después, ya con la administración controlada desde los cuarteles, con la promulgación de la Carta Política de 1940 con apoyo de una facción del Partido Liberal, los llamados “cuarentistas” permitirían al general y presidente José Félix Estigarribia gobernar con prescindencia del parlamento, cuando lo determinase.

La prematura muerte del mariscal póstumo, a menos de un mes de jurada la nueva “Constitución del 40”, hizo que el poder recayera en manos del general Higinio Morínigo, quien gobernó durante el resto del tiempo que duró la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y dos años más, hasta que por su intención de perpetuarse en el poder, rehusándose a llamar a una Convención Constituyente, derivó en la Guerra Civil de 1947 con un éxodo masivo de compatriotas que llegó al medio millón de exiliados (1/3 de la población), muchos de los cuales nunca más regresarían al Paraguay.

Tras un convulsionado período de inestabilidad política dominada por el Partido Colorado (1947-1954) el Paraguay se vio nuevamente sometido a otra dictadura, la más prolongada de su historia, bajo el régimen del general Alfredo Stroessner (1954-1989) quien, con la adhesión de adeptos en las Fuerzas Armadas y el Partido Colorado, sin oposición, gobernó al país por casi cuatro décadas. En los doscientos años que transcurrieron desde la Revolución Francesa (1789) hasta el derrocamiento de Alfredo Stroessner, coincidente con la caída del Muro de Berlín (1989), desde su independencia en 1811 el Paraguay vivió muy pocos años de liberalismo, tanto político como económico o lo que es lo mismo, vivió demasiados años bajo el yugo del absolutismo y el totalitarismo bajo diversas maneras, con una economía controlada o semi controlada (incluso durante el stronismo) que atrofiaron sus fuerzas y no permitieron su despegue.

Lo dicho se traduce en que de los 178 años de vida independiente hasta la caída de Stroessner (1811-1989), más de la mitad del tiempo, 97 años para ser exactos, el país estuvo gobernado apenas por 5 personas; por ello, como demócrata y liberal de pensamiento, creo que aún con todos los errores que hay que corregir, la corrupción galopante y la falta de independencia del Poder Judicial, que favorecen la impunidad con la permanencia de una clase política corrompida, los 31 años vividos hasta ahora durante la transición democrática y los 28 desde la promulgación de la Constitución de 1992, han sido mucho más fructíferos desde el punto de vista económico y social, comparando por ejemplo, con los 35 años de la dictadura stronista.

Dependerá de la inteligencia aplicada en reformas que necesita la Constitución, acompañada de pasos firmes hacia una economía de libre mercado para que el atractivo paraguayo aumente, se produzca un mayor despegue económico y con ello, una mejora en todos los ámbitos en la consecución del bien común.

Eduardo Nakayama
Abogado, posgraduado en Dirección Estratégica y máster en Historia
Fundación Club de la Libertad

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