La eterna estrategia del maquillaje

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La historia se repite hasta el cansancio y el círculo vicioso no parece tener fin. Los desafíos no se abordan, se incrementa su complejidad y las soluciones no aparecen jamás.

Por: Alberto Medina Méndez (*)

 

 

 

 

 

 

 

La democracia y la mezquindad se han conjugado del peor modo haciendo que las esperanzas ciudadanas se desvanezcan sin encontrar ese punto límite que actúe como bisagra y que permita divisar la luz al final del túnel.

Ese sistema político endiosado, descrito como el “menos malo” de todos los existentes, ese que todos se cuidan de criticar por temor a las represalias discursivas, se ha convertido en un ingrediente tóxico de la realidad que poco ayuda a recorrer la senda del progreso.

La rutina electoral que en muchos países invita a plebiscitar gobiernos cada tanto, ya sea por la renovación parlamentaria o los comicios presidenciales y que sirve de termómetro social, se ha transformado en un drama.

Las innegables virtudes de esa magnífica chance de escuchar a los votantes conviven simultáneamente con esa perversa contracara que obliga a cuestionarla sin piedad. Es extraordinario que se pueda opinar expresando aprobación o desagrado frente a las medidas gubernamentales.

Del otro lado del mostrador, los políticos, los que gobiernan o los que están afuera y quieren acceder al poder, precisan de ese dato para orientar su accionar. La tragedia comienza cuando el resultado de ese proceso que les marca la senda los convoca a apelar a remedios mágicos, a placebos, que obviamente no sirven para nada, pero producen una sensación de alivio pasajero que muchos terminan aceptando como la mejor alternativa.

Esa concepción de la política, demasiado mediocre y profundamente canalla dispone de un arsenal gigantesco de propuestas demagógicas que suenan como melodía para los oídos de los más ingenuos.

En el afán de imponerse en la próxima elección, los líderes ensayan fórmulas grandilocuentes, discursos simpáticos arengando a todos en la búsqueda del apoyo popular. No les importa resolver los problemas reales. Solo es relevante ganar. En ese juego, casi todo vale. La mentira, la trampa, y sobre todo el maquillaje, ese ardid que encubre circunstancias.

Acompañamiento a sectores específicos, distribución de dádivas, obras de infraestructura icónicas y una interminable nómina de ingeniosas ideas que invariablemente serán del agrado de muchos potenciales votantes conforman ese arsenal siempre listo para sumar votos.

Ninguno de esos proyectos está pensado con seriedad. Todo está diseñado de una manera deliberadamente efímera. Aunque lo anuncien con fuegos artificiales y se esmeren en colocarle creativos títulos a esos ampulosos programas, todo finalmente es un gran montaje de corto plazo.

A estas alturas la ciudadanía tiene el talento suficiente para identificar esa inercia. Son tantas las estafas cívicas que se han perpetrado que todos se dan cuenta de esa dinámica. Unos apuestan a seducir con espejitos de colores y los otros les siguen el ritmo como si realmente les creyeran.

Todos saben que esos juramentos planteados en el contexto de una campaña proselitista no se cumplirán cabalmente y aunque las figuras cambien las ilusiones igualmente se desdibujarán a gran velocidad una vez superado el turno electoral.

La verdad es que ese esquema no resuelve nada. Todas las expectativas de la sociedad están virtualmente archivadas. La gente, es sólo un medio para que unos pocos se diviertan, se apropien del botín y hagan de las suyas.

Ningún postulante tiene vocación de ocuparse de los temas estructurales con sensatez. Solamente los desvela el cargo, la fama a alcanzar, las luces de las cámaras de televisión y satisfacer su insaciable vanidad.

Mientras la sociedad pretende desarrollarse dentro de un marco de oportunidades, con un Estado que les garantice lo más elemental, que no obstruya su despliegue limitando sus libertades, los políticos sólo esperan mantenerse en el poder o bien desplazar a los que están para tomar su lugar. Ese es su único plan.

Este fenómeno no es novedoso, ni exclusivo de estas latitudes. Sucede, con matices y particularidades, en casi todo el mundo occidental. En algunas naciones ese despliegue es mucho peor y en otros aun disimulan algo más.

La llave para salir de este intríngulis la tiene, como casi siempre, la gente. Si los votantes validan falsas promesas, se dejan amedrentar por los favores estatales y se someten con resignación, será difícil ser optimista. Por el contrario, si se rechazan esas prácticas demandando programas de mediano alcance y se castiga electoralmente por la impericia o desidia probablemente, frente a un cambio de incentivos, pueda emerger una nueva generación de políticos que se vea obligada a construir con más solidez planes sustentables y ese sea el único camino que los haga triunfar.

A no esperar que la política haga la autocrítica y se corrija a sí misma. Si la sociedad no da los pasos que debe, todo seguirá igual y a medida que el tiempo pase la salida terminará siendo mucho más tortuosa.

Es cierto que a la política le falta grandeza, pero también habrá que asumir que si la sociedad no levanta su propia vara y se hace cargo de sus indisimulables errores nada bueno ocurrirá muy pronto.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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