La incertidumbre que paraliza las decisiones

Por Alberto Medina Méndez

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

Los más optimistas creían que en unos pocos meses el coronavirus sería sólo una triste anécdota de la historia universal. Los más pesimistas pronosticaban un año difícil, pero con ese final feliz que la vacuna mágica traería consigo alejando el pánico generalizado y reestableciendo el orden.

La realidad, definitivamente, propuso otra dinámica más ambigua y menos precisa. Los plazos se extendieron más allá de lo imaginable mientras las dudas crecían a un ritmo inesperado. Lejos de clarificarse el horizonte, las nubes aún acechan y las tormentas no desaparecen del firmamento.

La ciencia sigue investigando presurosamente, innovando con tratamientos y acelerando esos procesos que habitualmente demandan décadas, sólo para ofrecerle a la humanidad una solución sustentable.

Aquella idea de que esto se resolvería en un período muy breve y absolutamente transitorio ha desaparecido del mapa para dar espacio a esta gigantesca incertidumbre que sólo ha logrado paralizar al globo, provocando a su paso inocultables consecuencias de gran relevancia.

En la primera etapa la receta preferida fue la invitación a recluirse sin concesiones. Calles desoladas, infinidad de negocios cerrados y una angustia inusual dibujaron un inquietante paisaje en aquel instante.

El dilema “salud o economía” concitó la atención y el álgido debate se escaló a niveles impensados. Hoy, con el diario del lunes, los fundamentalistas de siempre ya no se animan a vociferar sus ridículos argumentos y muy pocos hacen la imprescindible autocrítica que ayudaría a corregir parte del rumbo.

Tras tantas idas y vueltas discursivas la determinación, silenciosa y hasta vergonzante, pasó por donde correspondía. A pesar del incremento de los casos y la llegada de miles de muertes, la economía se fue abriendo paulatinamente. Es que la vida no se puede concebir de otro modo.

Ahora la discusión transcurre por donde siempre debió hacerlo. El reto es, fue y será, convivir con esta enfermedad, cuidarse tanto como sea posible y asumir el peligro potencial de encontrarla en cualquier momento y lugar.

Este singular duelo de la sociedad fue abrumadoramente lento. Luego de más de un semestre se comprendió lo que ya era evidente. Las cuarentenas y ese arsenal de creativas restricciones aplicadas indiscriminadamente fueron meros paliativos de dudosa eficacia, que sólo sirvieron parcialmente para organizar algo de la logística necesaria. El problema central es que aquella demora inicial, esa inexplicable parsimonia original, ha tenido repercusiones trascendentes que se hicieron sentir con potencia durante esa coyuntura tan particular, pero además derivaron en un daño enorme que aún se percibe sin disimulo alguno.

De la mano de esas empresas quebradas, compañías seriamente lastimadas y pequeños comercios que cerraron sus persianas ante su rotunda inviabilidad, se perdieron millones de puestos de trabajo que no regresarán con un simple chasquido de dedos, como sostenía esa casta de políticos atrevidos que recitaban esa idea irresponsablemente. No se trata, ingenuamente, de poner algo de buena voluntad sino del impacto que continúa teniendo la ausencia de certezas respecto de lo que viene después. Sin un horizonte a la vista, sin directrices contundentes, con regulaciones tan efímeras como frágiles, es casi imposible proyectar.

La economía funciona, en buena medida, gracias a ese motor que son las expectativas. Nadie invierte si no visualiza la oportunidad concreta de lograr una interesante rentabilidad. Y si esto no aparece no habrá ni empleo, ni crecimiento, ni mucho menos desarrollo.

Algunos aún no logran conectar estos puntos. Cierto sector se resiste sistemáticamente mientras destila su tradicional resentimiento, envidia y rencor, esas sensaciones que obnubilan la mente y que impiden ver que cuando se ataca a los inversores se comete un error irreparable.

La segunda versión del covid-19, la amenaza de nuevas pandemias, un mundo aterrorizado, una recesión planetaria brutalmente instalada y las turbulencias financieras propias de este cóctel no desaparecerán si no se asume una postura más proactiva, valiente y audaz.

Los más astutos, los que lograron entender acabadamente lo que pasa han emprendido el camino clave pensando en el futuro y poniéndose a trabajar duro en una verdadera esperanza, pese a sus temores y prejuicios.

Mientras algunos prefieren llorar desconsoladamente y lamentarse por todo lo perdido, existen individuos que han decidido “surfear la ola”, reconociendo la situación con hidalguía y apostándolo todo para construir ese futuro soñado.

Ellos tampoco disponen de ningún tipo de certezas. De hecho, enfrentan los mismos miedos que el resto, pero a diferencia de esos, tomarán el riesgo para comenzar una desafiante aventura que los entusiasma y posibilita que enfoquen todas sus energías positivas en ese anhelo.

La incertidumbre paraliza. Va siendo hora de replantear las reglas. Esperar demasiado puede ser letal no sólo para las víctimas que ya se llevó consigo esta tragedia sanitaria, sino también para aquellos que no se recuperarán si la actitud sigue siendo esta patética inercia de flagelarse sin reaccionar.

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