Por Alberto Medina Méndez
El discurso que manipula las palabras
El ritual que da inicio al período ordinario de sesiones parlamentarias se cumplimentó con sus habituales dobleces y con la grandilocuencia tradicional que ya lo caracteriza.
El Presidente de la Nación ingresó al Congreso para concretar la ceremonia que cada primer día de marzo se viene desarrollando rutinariamente como lo establecen los preceptos constitucionales desde hace ya algún tiempo.
Es un acto oficial, con ciertas formalidades, repletas de simbolismo republicano que muestra una fachada emotiva del sistema que todos dicen respetar pero que luego se ocupan activamente de vulnerar con cinismo.
En el contexto de una sociedad hipócrita plagada de dirigentes inmorales, se trata finalmente de un oasis democrático de escasa duración, pero que aun no ha sido totalmente infectado por el populismo doméstico.
La expectativa por el contenido tenía diversas vertientes. Muchos esperaban el anticipo de medidas claves en materia económica e institucional que orientaran sobre los pasos a seguir en ambas cuestiones centrales.
Otros solo especulaban con la posibilidad de descubrir señales retóricas encriptadas que permitieran lecturas políticas respecto a la marcha de las tensiones internas del frente gobernante y sus eventuales derivaciones.
Es un mero discurso y no necesariamente lo que piensa o hará efectivamente el primer mandatario en lo inmediato. Claro que es la mejor ocasión que disponen los ciudadanos para tener un registro de lo que dice que va a hacer y sobre las profundas visiones que aparentemente sostiene.
La máxima autoridad del Poder Ejecutivo Nacional eligió arrancar en su debut, diciendo que “En la Argentina de hoy la palabra se ha devaluado peligrosamente”, redoblanco la apuesta al afirmar que “ Parte de nuestra política se ha valido de la ella para ocultar la verdad o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una herramienta idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no existe. Nunca midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema democrático”.
Habrá que aplaudir con firmeza esos dichos que tienen absoluta razón, igual que cuando dice que “Yo me resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo, en una democracia el valor de la palabra adquiere una relevancia singular. Los ciudadanos votan atendiendo las conductas y los dichos de sus dirigentes. Toda simulación en los actos o en los dichos, representa una estafa al conjunto social que honestamente me repugna”.
Remata con contundencia en ese prólogo de lo que luego vendría planteando “He repetido una y otra vez que a mi juicio, en democracia, la mentira es la mayor perversión en la que puede caer la política. Gobernar no es mentir ni es ocultarle la verdad al pueblo. Gobernar es admitir la realidad y transmitirla tal cual es para poder transformarla en favor de una sociedad que se desarolle en condiciones de mayor igualdad”.
Es casi imposible refutar tantas potentes frases que invitan a acordar en un todo. El problema es que el discurso presidencial no concluyó en ese mismo momento. Es que finalmente optó por transitar zonas ambiguas con ribetes de imprecisión y con las mañas típicas de lo que criticó anteriormente.
Seria formidable creer en todo lo que dijo y es por eso que, con enorme entusiasmo, fueron varios los que esperaron con ansias la autocrítica, esa que, lamentablemente, nunca llegó a plasmarse, ni siquiera a asomarse.
La detallada descripción de los gigantescos dilemas de la sociedad actual, con omisiones demasiado evidentes, esas que cuesta mucho asumir que fueran parte de un simple olvido casual, no abona a otorgarle credibilidad.
La eternizada inflación, la descomunal deuda, las inocultables fallas del sistema educativo, las ineficiencias del gasto estatal, las debilidades de la matriz energética, el desprestigio de las instituciones, incluida la Justicia, el esquema fiscal vigente, llevan mas de medio siglo de enfermizo arrastre.
Intentar circunscribir a un solo período político semejante lista de omnipresentes problemas crónicos constitutuye una deliberada mentira, esa que el mismo denosta con elocuencia en el primer tramo de su alocución.
Para recuperar el valor de la palabra es vital decir la verdad. Eso implica hacerse cargo sin excusas. Cuando el espacio político que hoy lidera fue el protagonista de las últimas ocho décadas, hacerse el distraído no parece intelectualmente honesto y destruye conceptos que deberían revalorizarse.
Un pais que aspira, en serio, a salir de este circulo vicioso, necesita de valores sólidos. No tiene que ver ya con derechas e izquierdas, con orientaciones ideológicas ni con intereses sectoriales o económicos.
Eso aun no está presente. Aunque el Presidente lo recite magistralmente y reciba aplausos por doquier, lo concreto es que no se avanzará en base a engaños, esos en los que recaló a pesar de su glamorosa prédica.
Para superar la grieta se requiere del reconocimiento explicito de los errores. Nadie pretende que los que fracasaron se inmolen, pero si que asuman que el patético presente es la consecuencia de una interminable secuencia de yerros y no solo producto de una equivocación ajena y aislada.
El país tiene niveles de pobreza inaceptables y no crece sustentablemente desde hace años. Esta es una larga historia que se debe asumir con dignidad y humildad, esa que sigue ausente porque, como dice el Presidente “la mentira es la mayor perversión en la que puede caer la política” y el nuevamente perdió la oportunidad de evitar tropezar con la misma piedra.
Alberto Medina Méndez