La crisis pone al desnudo las profundas convicciones
Temporada de gestos
En épocas de tempestad aparecen los verdaderos valores humanos. Las organizaciones muestran de que están hechas y las personas exhiben sus virtudes, pero también sus miserias.
Los gobiernos siguen tomando decisiones y concentrando cada vez mas poder. Los líderes miran de reojo su propia popularidad reflejada en las encuestas y se inquietan por el eventual resultado de una próxima elección.
Buena parte de la sociedad observa con desconfianza los números oficiales de la pandemia y su preocupación por el corto plazo aumenta semana a semana, en la medida que la economía se deteriora progresivamente.
Los políticos recitan grandilocuentes monólogos intentando sensibilizarse con lo que sucede y ocupándose de las soluciones. Nadie duda de que existen en esa casta algunos con genuinas angustias, pero la gente sospecha que solo lo hace de ese modo una minoría de esa corporación.
Esos dirigentes detestan a los que hacen “anti-política” acusándolos de desestabilizadores. Les falta la humildad de reconocer que se han ganado con creces, a lo largo de décadas, un desprestigio bastante merecido.
La existencia de excepciones no invalida la tan negativa e inobjetable mirada cívica, sino que solo confirma la regla imperante, eximiendo a unos pocos de ser el razonable blanco de tantas severas críticas.
Si esto ya era así mucho antes de la existencia de esta catástrofe global, con la aparición del covid-19 queda claro que se ha profundizado esa brecha que continúa alejando a los ciudadanos de sus actuales mandatarios.
Es que en momentos tan difíciles casi todos esperan gestos, aunque mas no sea simbólicos, que sirvan como faro, que inspiren a otros, que contagien a los demás para replicar a la velocidad del virus, las buenas actitudes.
Mientras desde los micrófonos muchos referentes hablan de solidaridad, no es eso lo que ofrecen desde esas tribunas. La oratoria no alcanza para movilizar almas. Para eso resulta imprescindible liderar con el ejemplo.
Pedirle el máximo de los esfuerzos a todos, mientras la política no se baja un peldaño de su tradicional pedestal, parece un despropósito. Algunos están tomando ciertos riesgos hasta personales, pero no se han animado, por ahora, a exigirle con vehemencia a sus seguidores, idénticas posturas.
Suena demasiado insensato pedirle al sector privado que cumpla con todas sus obligaciones como si nada hubiera ocurrido, siendo que el Estado ha forzado, con amenazas legales y fuerzas de seguridad, a cerrar casi todo.
No ha tenido ni siquiera la grandeza suficiente para eliminar tributos cuya base imponible virtualmente ha desparecido, posponer hasta nuevo aviso los vencimientos aun vigentes, ni nada que se asemeje a mostrar empatía.
El altruismo demagógicamente utilizado en cuanto discurso se puede escuchar solo involucra a otros. Señalar el camino dando el primer paso no está en agenda. Solo han dado cátedra desde el atril sin poner el cuerpo.
No parece razonable que miles de empleados estatales descansen en sus casas y sigan cobrando sus remuneraciones por hacer nada. No es admisible desde lo económico, pero tampoco desde lo ético.
Debería debatirse ahora mismo la reducción drástica de esos ingresos o bien, en que modo esos grupos de todas las jurisdicciones pueden aportar trabajo concreto frente a semejante destrucción de capital social.
Una sociedad timorata no lo demanda con el énfasis que debiera. Se trata de los mismos que aceptan con mansedumbre la corrupción estructural y validan gobernantes inescrupulosos.
La dirigencia contemporánea sigue siendo tan nefasta que ni siquiera se anima a sugerir, a pesar de que entienden lo que ocurre y desearían ir por ese camino. La corrección política sigue siendo su brújula y el silencio cómplice la herramienta preferida para mantener el “status quo”.
El clásico sindicalismo mediocre de estas latitudes se hace el distraído con el único objetivo de salvar su pellejo, protegiendo sus mezquinos intereses, ya no los gremiiales, sino los exclusivamente personales.
Pero la responsabilidad originaria en esta patética historia la tienen los beneficiarios directos de tanto desmadre. Los que cobran sus salarios a cambio de absolutamente nada, deberían tener algo de vergüenza.
Es tan abusivo este escenario que hasta es posible qué frente a la inocultable disminución de ciertos gastos cotidianos, estos parásitos seriales incrementen de hecho sus ingresos reales. Un verdadero disparate que ofende a las víctimas de esta desproporcionada cuarentena.
Evidentemente están demasiado acostumbrados a esta dinámica en la que reciben un subsidio encubierto que emula ser un sueldo, simplemente para figurar en una planilla y cumplir un horario, en el mejor de los casos.
Lo bueno es que ha quedado al descubierto que no hacían nada. El Estado no solo no ha colapsado, sino que sigue siendo igualmente ineficiente. La diferencia entre el hoy y el ayer es casi imperceptible.
Tal vez cuando termine este confinamiento se debiera analizar la posibilidad de prescindir de tanto evidente excedente de personal. Pareciera que no cumplen funciones tan relevantes. Es tiempo de ir por la digitalización.
Para señalar a los “miserables” tal vez sea una buena práctica empezar por el espejo. No sea cosa que no se tenga la suficiente autoridad moral para semejante planteo tan insolente como arrogante.
Mientas la gente ha mostrado, en líneas generales, múltiples y loables gestos, la inmensa mayoría del “establishment” estatal jamás ha tenido la deferencia de hacer lo correcto amparado en vaya a saber que privilegio.
Alberto Medina Méndez
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FUENTE: DIARIO EL LITORAL, CORRIENTES, ARGENTINA