El olvidado criterio de la representación

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Por Alberto Medina Méndez (*)

Se puede entender, aun sin compartir, que un habitante promedio del país no se vea interesado en aprender demasiado de la historia nacional y del intenso proceso que desembocó en esa magnífica confederación de provincias luego de tantas infructuosas luchas intestinas.

Lo que resulta difícil de aceptar es que los especialistas se hagan los distraídos con tanta liviandad. Esto no ocurre en el marco de un incidente intrascendente, sino de una coyuntura que oportunamente los habilita.

La Carta Magna lo afirma expresamente en su primer artículo. La forma de gobierno adoptada es la “representativa, republicana y federal”. Sin embargo, cuando se requiere, los protagonistas ingresan a una suerte de amnesia selectiva que nubla ese hipotético buen juicio que deberían tener.

En estas horas los acalorados alegatos durante el complejo tratamiento de una norma específica han generado mucho ruido. Lamentablemente son pocos los que se detienen a analizar un aspecto más que significativo, pero aparentemente olvidado, cuando no deliberadamente ignorado.

No es tampoco este, precisamente, el debut de esta clase de aberraciones éticas. Ha sucedido cientos de veces en el pasado. En todo caso, frente a un asunto tan singular como el de la interrupción del embarazo toma, quizás, un relieve mucho más evidente y bastante inocultable.

Un sistema representativo recurre a un esquema indirecto, en el que la gente no delibera ni gobierna, sino a través de sus circunstanciales intermediarios. Esto implica que quienes son electos tienen como misión central opinar en nombre de terceros y no de sí mismos.

En el caso de la bicameralidad, esa modalidad propone un intríngulis adicional, ya que los diputados representan al pueblo y los senadores a las provincias, aunque ambos son elegidos por medio del sufragio universal.

Cuando un legislador aterriza en su banca no es el símbolo del partido al que pertenece ni tampoco está llamado a ser vocero de sí mismo. Está allí, ocupando un escaño como consecuencia de que miles de ciudadanos lo instalaron en ese efímero lugar de privilegio.

Claro que sus férreas convicciones, su historia de vida y sus posturas son una parte del paisaje que no se esfuma por arte de magia, pero tampoco se deben imponer graciosamente sobre la genuina voluntad de sus mandantes.

Por eso llama la atención que algunos dirigentes, aparentemente cultos, con acceso a una educación superior y una dilatada trayectoria, invocan justificaciones tan absolutamente inadecuadas como la de su ideología en temas tan sensibles como los del aborto. Existen eventualidades en las que un congresista puede encontrarse ante un conflicto inesperado de estricto orden moral. Sus tradicionales ideas pueden colisionar fuertemente con las que sostienen sus representados y es probable entonces que en ese dramático escenario deba tomar una decisión incómoda para evitar traicionar sus principios.

Lo que no parece razonable es que aborde ese dilema priorizando sus ideales personales por encima de los de los individuos a los que debería interpretar. No puede postergar a sus votantes mientras privilegia su posición, dejándolos sin representación y vulnerando el esencial criterio que le brinda verdadera legitimidad a su lugar en la cámara. Tal vez en esta cuestión existan matices y no todo sea blanco o negro. Alguien dirá que un candidato que durante la campaña proselitista expuso su punto de vista relacionado a ciertos tópicos tiene derecho a definirse en esa dirección, ya que todos conocían de antemano su visión. Bajo ese mismo paradigma cuando no se ha sido suficientemente transparente respecto a determinadas materias, desaparece la chance de hacer prevalecer las opiniones propias por encima de las de sus representados.

Con tantas herramientas disponibles para conocer el pensamiento de las comunidades no cabe apelar al desconocimiento respecto de lo que todos realmente piensan. De hecho, ese ardid discursivo se desvanece cuando los políticos que se justifican para hacer lo que les plazca ni siquiera ofrecen a sus seguidores la oportunidad de dialogar con ellos en privado. La política se ha convertido en un desagradable y patético espectáculo montado artificialmente en el que unos pocos intentan aplastar a otros por la fuerza. Se han amparado siempre en la supuesta superioridad numérica que se deriva de esos comicios en los que unos ganan y otros pierden. Ellos se apoyan en una controversial apreciación de la democracia a través de la cual pretenden que las mayorías reemplacen a los consensos de largo plazo.

Eso explica, en buena medida, las interminables idas y vueltas de infinidad de leyes y la escasa seguridad jurídica que proviene de esas legislaciones transitorias que se establecen ahora para luego modificarse o anularse a una velocidad inexplicable. Este debate en particular culminará pronto, pero cualquiera fuere el resultado, estará viciado por la irresponsable actitud de esos legisladores que van a anteponer en esta ocasión sus creencias personales muy poco relevantes en este contexto, dejando de lado a sus representados.

(*)Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Club de la Libertad

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