La alegoría de la paternidad estatal

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

Esta narrativa ha sido demoledoramente exitosa. Han logrado diseñarla de una manera tan atractiva que una enorme mayoría de las sociedades contemporáneas creen en ella fervorosamente sin objetarle absolutamente nada.

La analogía usada por el Presidente días atrás es solo una más en esa interminable saga. Nadie tiene el monopolio de ese planteo, ya que diversos mandatarios en las últimas décadas han recurrido a ese discurso.

La idea de que un líder político en particular, el gobierno de turno o el Estado en su versión más abstracta se convierta en el “padre” de los ciudadanos subyace en el imaginario colectivo casi en todo momento.

Esta visión ha sido alimentada por los que pretenden decidir por los demás. En esa fantasía, el que gobierna procura convertirse en un monarca que definirá no solo el rumbo general, sino también cada detalle de ese camino.

El deseo de aplicar la discrecionalidad sin ser cuestionado aparece como incontenible, pero como nadie se somete tan mansamente a los designios de un tercero ha resultado vital construir un relato verosímil para que sea avalado por cada habitante de la comarca.

Es allí donde las ideologías, tantas veces denostadas cobran relevancia. Los que anhelan un Estado grande, con recursos abundantes y un despliegue ampuloso de autoridad para imponer lo que sea, requieren que todos comprendan cuánto necesitan de la presencia de un padre con mayúsculas.

Bajo ese paradigma, el “Papá” es el que cuida, el que ama y protege, el que daría todo por sus “hijos”, inclusive moriría por ellos si fuera imperioso. Suena romántico y hasta seductoramente fascinante como argumento.

Cuando se personifica esa descripción ningún político encaja muy bien allí, mucho menos los que cuando llegan al “trono” emplean un arsenal de privilegios para enriquecerse robándole a mansalva a sus gobernados.

Lo cierto es que ese encantador alegato ha permeado hasta enamorar. Actualmente muchos creen tanto en esa alegoría que demandan protección porque entienden que el rol del progenitor bondadoso que le han ofrecido es clave cuando empieza a asomar el desamparo.

Gracias a ese perverso esquema los políticos de hoy pueden justificar casi cualquier clase de atropello sin tener que dar demasiadas explicaciones. Después de todo, en el ejercicio de ese papel no siempre se puede ser cariñoso y comprensivo.

A veces es imprescindible poner límites, ser severo y hasta castigar las infantiles “rebeldías” de los inmaduros niños.

Todo encaja perfecto en esta dialéctica, pero como “el tango se baila de a dos” habrá que admitir que este nefasto mecanismo solo es posible con la anuencia de una sociedad cómplice que busca referentes con desesperación.

La trillada mención al “Estado presente” está fundamentada en algo muy similar. Desde esa óptica no parece posible desarrollarse, sin la ayuda de “alguien” que cuide, oriente y hasta regañe al punto de reprender.

Es triste reconocerlo, pero en definitiva demasiada gente tiene miedo a ejercer su legítima libertad. La sensación de indefensión, de vulnerabilidad la invade y entonces espera que “alguien” le brinde bienestar y progreso.

Esa irrefrenable búsqueda desemboca, inexorablemente, en la aparición de una suerte de “mesías”, de un salvador que tiene la sabiduría suficiente y la magnanimidad para preservar al rebaño, hasta que el fracaso y la desilusión hacen lo suyo y todo vuelve al principio.

Los gobiernos no existen como consecuencia de esa retorcida trama pergeñada por personajes ansiosos de “mandar”. Las comunidades se configuran de este modo para garantizar sus libertades y sus derechos.

Esa forma de organización social debe asegurar que nadie pueda apoderarse de la vida, la libertad o la propiedad de otro por la fuerza.

Para ese fin, cada uno delega una “parte” de sus potestades en una institución que tiene como única meta hacer respetar los derechos esenciales.

El Estado, el gobierno, y mucho menos aún un líder puede proveer felicidad. Ni debe, ni puede. La realización humana es algo tan subjetivo como personal y nadie está en condiciones de comprender acabadamente esa diversidad como para tener la soberbia de intentar suministrarla.

En todo caso, un buen gobierno puede aspirar a generar un clima adecuado para que, en paz y equilibrio, cada individuo pueda desarrollar su propio plan de vida con total plenitud y sin interferencias caprichosas.

Un presidente NO es un padre. Es solo un sujeto, seleccionado entre varios, por un período muy limitado de tiempo, para administrar la cosa pública. Cuando ese plazo culmine volverá a ser uno más.

No hay que esperar que este, ni ningún otro dirigente, abandonen la aventura de convertirse en el padre de todos. Ellos lo precisan como el aire. Esa tesis les permite casi todo. No se puede ser iluso, ya que ellos no se bajarán de ese pedestal que edificaron para disfrutarlo.

Lo que cabe revisar es esa inercia de transferir poder sin límites. La aceptación tácita de una ciudadanía que en vez de asumir con hidalguía los riesgos cotidianos ansía un tutor que en la praxis es completamente ineficaz, enfermizamente tramposo y descaradamente manipulador, merece ser erradicada.

Cada individuo debe hacerse cargo de la responsabilidad de gobernarse a sí mismo. El resultado de ese proceso es siempre incierto, pero de eso se trata, de tomar riesgos, de aprender del error y de evolucionar de la mano del meritorio esfuerzo. Ningún iluminado tiene derecho a arrogarse el mando, pero para lograrlo hay que ponerle un freno a ese despropósito.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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