La incomprensible actitud de una sociedad suicida

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

Las contradicciones humanas son moneda corriente. No pertenecen a una era determinada ni son exclusivas de ciertas culturas. Quizás valga la pena reflexionar sobre esta paradoja de la modernidad fundamentalmente porque este debate nace, absurdamente, allí donde es vital salir de la pobreza.

A pesar de la repetitiva prédica de los fanáticos del “Estado del bienestar”, esos que creen que todo se resuelve con gobiernos que gastan cada vez más, ellos jamás han podido demostrar fehacientemente cómo se sale de la indigencia con esa ridícula dinámica que proponen.

Los países que cambiaron su situación de raíz y son ahora una referencia de las políticas públicas adecuadas no cantaron victoria repartiendo lo que no existía, sino generando óptimas condiciones para la prosperidad.

Eso se tradujo en un ambiente comercial amigable. Se aceptó sin chistar que sin empresas no aparece riqueza, ese requisito indispensable para que los ciudadanos puedan abandonar las desdichas y las penurias rápidamente.

En ese contexto resulta bastante complejo de asimilar ese perverso mecanismo actual que utilizan quienes despotrican con vehemencia contra aquellos que podrían contribuir con el desarrollo de una comunidad local.

Dentro de estos paradigmas emerge uno muy especial. Los mismos que enjuician a los “empresarios” aplauden a esa suerte de subcategoría a la que denominan despreciativamente “emprendedores”.

La lógica que aplican es algo extraña. Mientras celebran la capacidad y la voluntad para crear iniciativas viables que permiten evolucionar, aborrecen que esos individuos sean “demasiado” exitosos. Si alguien instala una modesta panadería es virtuoso y merece múltiples elogios, pero cuando ese mismo sujeto transforma aquel retoño en una cadena con marca propia, mágicamente se convierte en un oligarca y avaricioso enemigo del pueblo.

Por momentos da la sensación de que esas descalificaciones tan agraviantes brotan desde el odio, la impotencia y el rencor de las frustraciones propias y no como el fruto de una observación sensata y equilibrada. Evidentemente algunos están llenos de sentimientos negativos.

Es muy difícil explicar cómo alguien que en su humilde negocio original obtenía su sustento familiar y ofrecía trabajo a un par de parientes, de pronto se convierte en un explotador de cientos de empleados como producto de su inteligente visión y destreza para avanzar con astucia.

Hasta en el lenguaje cotidiano se nota esta indisimulable cuestión. Es que en estas épocas “ganar dinero” parece ser un pecado, al punto de  que ciertos personajes aclaran que se dedican a actividades “sin fines de lucro” como resguardándose de eventuales y despiadadas críticas. Lo que realmente necesita un país con tantas carencias es que miles de empresarios tomen la posta y lideren con entusiasmo un proceso de crecimiento sustentable.

Suponer que deben hacerlo como si se tratara de un deber moral es desconocer la esencia humana. Ellos no expondrán su patrimonio por patriotismo sino, en todo caso, porque consideran que tienen una fabulosa oportunidad de desplegar sus potencialidades y en buena hora que así sea. No hay absolutamente nada malo en pretender hacer realidad los sueños.

Pero esa postura, calificada como egoísta por los más críticos, abominable para muchos, es la que justamente posibilita que millones de ciudadanos dispongan de mejores salarios, mayores alternativas de empleo y se abra definitivamente la puerta hacia el ansiado y venturoso futuro.

Por eso las sociedades que se han animado, motivan a los empresarios, brindándoles un clima de negocios repleto de sentido común y compiten además con otras naciones que intentan seducirlos para que inviertan allí.

Los que están en la sintonía opuesta, los más hostiles con el capital, seguirán recibiendo su merecido. Nadie invertirá con sus reglas que sólo aspiran a esquilmar a quien arriesga sin visualizar que el anhelado progreso sólo viene de la mano del nacimiento de nuevas y grandes empresas.

Las pruebas son abrumadoras. Cuando los habitantes de un territorio llevan sus ahorros a lugares lejanos, lo esconden del fisco o prefieren el calor de las rentas financieras y no la adrenalina de los proyectos productivos es que se ha fracasado rotundamente. El desafío es revisar la ideología propia. La agresión tiene consecuencias predecibles. Los que se sienten amenazados huyen y con ellos las chances de interrumpir este círculo vicioso. Si alguien, en su sano juicio, cree que los que disponen de ganas tienen la obligación de depositar todo eso aquí y no tienen opciones, es que no ha entendido nada de la vida. Los talentosos pueden tropezar y equivocarse, pero su mayor virtud es que aprenden de sus errores y cuando se los embiste a mansalva, un día cualquiera, con el dolor en el alma, buscan nuevos estimulantes horizontes o finalmente renuncian a sus utopías.

En ambos casos esa sociedad suicida que ataca a sus “salvadores” pierde. Cuando los que verdaderamente “pueden” no están dispuestos a apostar su tiempo, cerebro y dinero en sus ciudades, las esperanzas se desvanecen.

Es hora de recapacitar al respecto. O los belicosos comprenden la inconveniencia de sus ideas equivocadas y ejercitan como dominar sus impulsos dañinos, o se quedarán solos, rodeados de la peor miseria.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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