La soberbia de los fatalistas

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Por Alberto Medina Méndez.

Algunos pocos vienen anticipando debacles planetarios y pronosticando la extinción final, sin disponer de datos irrefutables que lo verifiquen y exhibiendo una inexplicable altanería.

No se trata de un fenómeno novedoso. La historia está repleta de profetas que predecían catástrofes. Aunque la inmensa mayoría de ellos ha fallado en sus vaticinios, son muchos los que aún repiten retorcidas interpretaciones con el fin de que sus relatos encajen con ciertos hechos específicos.
Las calamidades aparecieron desde el momento del nacimiento mismo de la Tierra. Que no se haya podido reconstruir en detalle tanta información dispersa del pasado lejano, no borra lo ocurrido ni tampoco lo modifica.
Esta obsesión de algunos por vincular el progreso con las desgracias tiene bastante poco asidero y le asigna al ser humano un protagonismo que, como mínimo, luce totalmente desproporcionado.
El globo tiene en su haber alrededor de 4500 millones de años. Por inabordable que parezca esta cifra esa es la edad estimada que las voces autorizadas han consensuado respecto de la fecha de su origen.

Los inicios de la especie se remontan sólo a 140 mil años atrás. Este es el cálculo que se consigna en los acuerdos más serios a los que arribaron, luego de múltiples deliberaciones los más prestigiosos especialistas.
En base a estas revelaciones cabe concluir que la presencia humana en la larga trayectoria de este planeta es realmente intrascendente en el contexto general y no tiene relevancia suficiente para atribuirle importancia.
A pesar de este contundente testimonio, un infaltable grupo de perturbados insiste en la idea de hacerle creer al resto que las supuestamente inaceptables actitudes contemporáneas generarán un colapso terminal.
Apalancan cada una de sus afirmaciones argumentando grandilocuentemente que el proceso industrial ha alterado todo lo que ellos describen como naturalidad. Omiten deliberadamente situaciones que han transformado la naturaleza, pero que les permiten el confort personal actual.

Otra vez exageran olvidando que esa minúscula parte de la crónica apenas representa unos muy pocos siglos, lo que resulta absolutamente irrelevante en términos de la casi infinita historia planetaria.
Esa presuntuosa postura muestra varias temerarias facetas que vale la pena analizar. La primera de ellas es otorgarle a la humanidad una dimensión de gigantesca trascendencia que elocuentemente no tiene.
Antes del surgimiento del hombre, el orbe pasó por cientos de hecatombes. No fue necesario siquiera que estemos aquí para que se extingan especies animales, o para que los grandes bloques continentales se desplacen.
Ocurrieron todo tipo de desastres antes de que las personas siquiera asomen por este universo. Sin embargo, estos desquiciados perseveran con sus sinuosas teorías que auguran la inminente llegada del apocalipsis.
Lo extraño de esta tendencia ancestral, que ahora tiene ribetes modernos, es que no sólo los charlatanes se han apoderado de este intrincado discurso, sino que también se han sumado los que se dedican a la ciencia.
Los científicos no están exentos de manipular muestras, ignorar otras premeditadamente y acomodar conclusiones a sus propios prejuicios. Ha pasado en todo tipo de temáticas y seguirá sucediendo en el futuro.

Pero tal vez el gesto más preocupante de esta campaña que pretende lograr cambios de conductas acusando a todos de irresponsabilidad y desprecio por la naturaleza es que han caído en una suerte de manifiesta arrogancia.
Creen ser unos iluminados y los elegidos de una generación privilegiada que contemplará el ocaso de todo. Después de miles de años sueñan con que su efímero paso por aquí sea sublime y disfrutan de la ficción de colocarse en el centro del escenario del derrumbe.
Su inocultable sed de protagonismo ha llegado a límites imposibles de imaginar. No han entendido que transitamos un tiempo insignificante de este devenir, que la humanidad es sólo una diminuta arista de esta estrella celeste y no la única. Ni siquiera es la primordial en el desempeño global.
Claro que es pertinente que podamos concentrarnos en hacer lo necesario para vivir mejor. Después de todo de eso se trata. Pero aspirar a que esa visión de que la galaxia depende de nosotros y que el mundo perecerá por el malicioso accionar propio es un acto de inadmisible pedantería.

Este planeta sobrevivirá como lo ha hecho a lo largo de su prolongada permanencia. Si eventualmente alguna vez desaparece no será, precisamente, porque los hombres harán algo que derivará como corolario en semejante consecuencia.
Sobreestimar nuestra existencia no ayuda a entender la realidad. Subirnos a ese imaginario pedestal no nos hace superiores. Teorizar sobre nuestro rol predominante tampoco lo logra. Las evidencias empíricas dicen otra cosa.
Aunque muchos detractores del progreso desarrollen disparatadas tesis sobre el impacto negativo de las corporaciones y los gobiernos, esta bendita Tierra ha demostrado su inagotable capacidad y flexibilidad para adaptarse como lo ha hecho siempre. Mutando, pero también resistiendo y avanzando.

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