Las reformas siguen en la “dulce” espera

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

El vertiginoso calendario de los comicios pone freno a la urgente necesidad de abordar los temas cruciales. Si nadie se enfoca con dedicación a cada uno de ellos nada bueno ocurrirá en este anhelo de alcanzar la prosperidad.

El país atraviesa problemas estructurales que se vienen acumulando desde hace décadas. Las razones por las cuales no consigue resolverlos son múltiples operando simultáneamente y agregando constantemente escollos a los ya sofisticados desafíos que implica encararlos en cualquier instante.

A pesar del acuerdo social acerca de la naturaleza de esos dilemas y de su impacto económico en la vida cotidiana, la inmensa mayoría requiere de modificaciones de base en la legislación general como así también en la instrumentación operativa de esas transformaciones.

Para ser efectivos en ese reto se precisa de un sólido y refinado consenso político que garantice que una reformulación profunda de cualquier temática no perezca rápidamente, ante cualquier mutación en el poder formal. Ese esfuerzo requiere de una convicción plena respecto de la metodología a utilizar y de una generosidad que, al menos hasta ahora, no se asoma. La mezquindad viene ganando esa batalla. Los opositores de turno nunca contribuyen a la búsqueda de soluciones y evitan ayudar a los oficialismos.

En ese mar de complejidades subyacentes los años electorales se convierten en una suerte de pausa adicional, que se inicia muchos meses antes de que las urnas se pongan a disposición de la ciudadanía.

Cuando arrancan las intrigas y el debate partidario para analizar sucesiones y continuidades se instala, un cono invisible se posa sobre las decisiones relevantes y todo se posterga indefinidamente hasta nuevo aviso.

Mientras tanto todos deben esperar mansamente, dando paso a los caprichos de esos dirigentes que imponen sus preferencias personales y las colocan en el centro de la escena. Ellos sobreactúan con inauguraciones oportunistas y anuncios grandilocuentes, dilapidan recursos estatales por doquier y hacen gala de un obsceno espectáculo distributivo abandonando las verdaderas prioridades de la comunidad.

Todo esto sucede como si se tratara de un juego, de un divertimento de unos pocos, siempre a expensas del resto. En ese momento lo único que importa es quién gana y quién pierde, pero nadie está pensando en cómo ocuparse de las preocupaciones cívicas más genuinas.

El esquema es demasiado perverso. Lo único que parece relevante son los intereses políticos particulares de los personajes de siempre. Nadie discute ideas concretas ni tampoco ofrece salidas conducentes a las penurias actuales. La sociedad podrá evolucionar cuando alguien se tome en serio la cuestión de fondo y no se quede en la superficie amagando con retóricas vacías y sólo dedicándose a las emergencias.

No existe nación en el mundo que haya evolucionado aplicando parches aislados. Para despegar hace falta disponer de un excelente diagnóstico y luego discutir propuestas viables que cuenten con un aval político amplio para sostenerlo en el tiempo y garantizar la paciencia para que los desenlaces lleguen del modo esperado.

El ritmo de hoy lo marcan las elecciones. Las anteriores, las de ahora y las que vendrán luego. Siempre se escucha que en esta ocasión se define el futuro y que esta vez se decide el rumbo que tomarán los acontecimientos.

Sin embargo, si se revisan los antecedentes, solo se han planteado ideas genéricas. Nada se modifica, todo permanece en el mismo lugar. Lo que sigue siendo vital para emprender un camino de desarrollo son las reformas, esas que se mencionan tímidamente, pero jamás se plasman.

El sistema penitenciario, laboral, educativo, previsional, sanitario, impositivo, judicial o electoral no aparece en la grilla, salvo en lo discursivo. Todos recitan, pero nadie tiene el coraje siquiera de bosquejar un sendero que muestre el norte hacia el cual encaminarse.

Nada de eso está en curso, de hecho, más allá de lo explicitado en entrevistas periodísticas no existen proyectos parlamentarios presentados en el Congreso que promuevan reformas. Solo se conforman con minimizar impactos, ajustar detalles y hasta cometen el pecado de complicarlo todo.

Tampoco los líderes convocan a una gran mesa de concertación, con todos los sectores, que puedan elaborar un programa, con etapas sucesivas, que posibiliten dar pasos firmes en el sentido correcto. Eso no está en el bolillero ni ahora ni antes, pero tampoco nadie dice que luego de la elección intentarán conformar ese espacio clave para avanzar en firme.

En definitiva, lo que no existe es vocación para intentarlo. Nadie tiene suficiente determinación para liderar ese recorrido, ni pretende salir del status quo. Tal vez porque todos admiten que hacerlo implica pagar costos políticos que ninguno de los canallas quiere asumir.

Ellos solo pretenden conservar el poder, ese es su único plan. Esta casta dirigencial no tiene el valor de reconocer que no están allí para mejorar la calidad de vida de la gente, sino para optimizar la propia y usar, en todo caso, a los votantes para consolidar sus avariciosos objetivos.

Algunos se consuelan diciendo que “no es posible hacer otra cosa”. Suena a excusa, a justificación para lavar las propias culpas o mera comodidad para no salir de esa fabulosa zona de confort en la que la inacción se disfraza detrás de emocionantes discursos que no conducen a ninguna parte.

Mientras la sociedad no reaccione, no demande otra actitud y acepte con resignación ser una simple herramienta de los políticos tradicionales, no se puede esperar grandes resultados. La llave la tiene la gente.

 

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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