La autocrítica como camino hacia la esperanza

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

El temor de los líderes a mostrarse frágiles inhibe toda posibilidad de revisar lo dicho y hecho. Su credibilidad cae vertiginosamente y no asumen que ese sendero está definitivamente agotado.

 

El desprestigio de la política es un fenómeno inercial que no encuentra freno. Las promesas incumplidas y los paupérrimos resultados eximen de mayores comentarios. Por mucho que se esfuercen en exhibir lo que han realizado el saldo siempre está por debajo de las expectativas de una sociedad que anhela superar esa extensa lista de dilemas endémicos.

En ese contexto, los cuestionamientos son cada vez más profundos e interpelan no solo a los dirigentes sino también a las raíces de una democracia en jaque. Pululan así los outsiders y los marginales, como una opción a lo conocido. Las figuras clásicas son repudiadas y se inicia así la búsqueda de personajes exóticos que propongan alivios mágicos.

Ese recorrido no parece ser muy sensato. Un aluvión de inexpertos e intuitivos tiene la ambición de suplantar a los que están enquistados desde hace décadas. Así el remedio termina siendo peor que la enfermedad.

Esa sensación de estar dentro de un laberinto sin salida alguna se va consolidando progresivamente y entonces la impotencia cede el paso a una eterna nómina de ideas tan disparatadas como inconducentes.

Esto es así porque existe una variante que ha sido descartada de plano. La autocrítica no está en la agenda de los gobernantes. Cuando lo hacen, emerge de una manera demasiado sutil, bastante culposa y totalmente circunstancial. Solo aparece como un ritual coyuntural y poco genuino.

La explicación “oficial” se soporta en una visión muy arraigada que entiende que esa dinámica los expone como muy vulnerables ante esa comunidad a la que aspiran a representar. Creen que todos esperan un líder fuerte, con convicciones, sin dobleces, que tiene las soluciones y no claudica ante nada.

Básicamente suponen que los ciudadanos quieren ser conducidos por un “Mesías”, alguien sin defectos, cercano a la perfección que dispone de todas las herramientas para erradicar lo impropio y que jamás fracasaría.

Eventualmente pueden arrepentirse de algo, pero solo por una cuestión menor, irrelevante, y al hacerlo es importante pasar por alto esa flaqueza, no sea cosa que la manada desee reemplazarlo por un nuevo iluminado.

Tal vez el problema esté allí. Quizás la tragedia es que tanto la gente como la política ansían un líder con perfil de excelencia en su formación, de actitudes intachables e incuestionables en su vida personal y profesional.

Si la gente pretende un “marciano” va siendo hora de despertarla. Vivir en una fantasía no es saludable. Encontrarse con la realidad cuando se delira en esa dimensión puede ser muy frustrante. Muchos podrían evitar ese mal momento si tuvieran los pies sobre la tierra y el realismo predominará.

Pero también los políticos deben reflexionar al respecto. La sensibilidad de la que tanto les gusta hablar, esa empatía de la que se ufanan y que pocas veces aplican, la deben utilizar para replantear su estrategia. Aunque más no fuera por mera especulación electoral deberían experimentar otro itinerario. La sinceridad es una alternativa. Confesar que no se tienen todas las respuestas sería un buen comienzo. Después de todo, ningún ser humano dispone del conocimiento universal.

Esa actitud permitiría convocar a infinidad de expertos que podrían opinar con autoridad, sumando propuestas diferentes, voces distintas, para de ese modo apelar a recetas menos improvisadas y más profesionales.

A poco de andar, aparecerán los tropiezos y los desvíos se harán presentes. La tradición invitaría a insistir en el error, pero una persona de bien simplemente asumiría que algo salió mal, que eso merece ser analizado y una vez identificado el yerro, proceder a instrumentar los ajustes vitales para retomar el rumbo.

No existe pecado alguno en equivocarse. En todo caso lo abominable es persistir tozudamente en esa postura, tergiversar todo para presentar el fallo como un éxito, culpar a otros de las determinaciones que se han tomado y, sobre todo, no corregir lo que a todas luces ha sido un desastre.

Los resultados en este país son bastante elocuentes como para hacerse el distraído. La representación partidaria está sospechada de prácticas perversas. Casi todos están convencidos de que el sistema judicial decide con criterio político alejado de la ecuanimidad que todos sueñan. Los alumnos que completan la educación formal no alcanzan estándares básicos. La salud pública es burocrática y poco equitativa.

El Estado es lento, caro e ineficiente, repleto de holgazanes que se entremezclan con esos pocos que intentan honrar el puesto. Los planes sociales han sido una trampa mortal y destruyeron la cultura del trabajo. El flagelo de la inflación es inaceptable y la presión tributaria insoportable.

La grilla es extensa, pero está muy claro que hay muy poco de lo que enorgullecerse. Sin embargo, nadie se hace cargo. Ni los votantes ni los “votados” asumen responsabilidad alguna frente a tanto descalabro.

La sociedad precisa recuperar la esperanza y la política necesita también un salvoconducto para reivindicar esa narrativa que sostiene que esa actividad puede cambiar la realidad en un sentido positivo. Ambas deben descubrir la luz al final del túnel. Quizás la autocrítica genuina brinde esa chance.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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