Por: Alberto Medina Méndez (*)
El país atraviesa una nueva etapa de esta recurrente tragedia en la que convivir con la indexación crónica se ha convertido en una pésima costumbre.
Hace décadas que se viene lidiando con este mismo flagelo sin éxito alguno en materia de resultados. La experiencia da cuenta de ello. No solo que no se detiene, sino que las estrategias utilizadas hasta aquí fracasan siempre.
Durante muchos años fue un dilema casi universal, ampliamente extendido, ya que muchas naciones padecían a diario las devastadoras consecuencias de esta mala praxis gubernamental. Pero la inmensa mayoría de las sociedades ha logrado minimizar aquella dinámica hasta transformarla en un proceso completamente irrelevante o de escasa magnitud.
Todos entendieron que el incremento generalizado de precios castiga con potencia a los más vulnerables, a los asalariados, a esos que no pueden actualizar sus ingresos automáticamente, perdiendo así no solo el poder adquisitivo de sus remuneraciones sino también su calidad de vida.
El presente es bien diferente. Solo un puñado de territorios en el globo padecen de una inflación intolerable y en esa patética grilla, Argentina figura en el podio sin chance alguna de abandonar, por ahora, su vergonzosa posición.
Aunque algunos políticos se empeñen en hacerse los distraídos distribuyendo responsabilidades a mansalva, como si nada tuvieran que ver con lo que ocurre cotidianamente, lo concreto es que se sigue girando en círculos sin encontrar el rumbo que permita terminar con este drama.
A estas alturas la nefasta postura de los dirigentes no alcanza a explicar la totalidad de esta endémica situación. Ellos saben perfectamente lo que hacen y también por qué lo hacen. A pesar del esfuerzo por demostrar lo contrario, en realidad, esto no tiene que ver con su ignorancia o la eventual ingenuidad de los funcionarios. La explicación de fondo es más simple.
Ellos miran al costado a sabiendas de cómo funciona este mecanismo, pero como son expertos en buscar culpables fuera de su ámbito han construido un fabuloso relato muy verosímil que la gente acepta sin cuestionar nada.
No se puede esperar de quienes se aprovechan de sus privilegios que repentinamente los abandonen pensando en los demás. Son muy predecibles. Trabajan siempre para sí mismos, aunque con el dinero ajeno.
Los gobernantes necesitan abundancia de recursos para repartir, hacer politiquería y “clientelizar” con esa perversa herramienta que dominan y disfrutan, la del más básico y cruel asistencialismo.
Para financiar esa aceitada maquinaria recaudan en impuestos hasta donde pueden, se endeudan sin piedad y cuando todo eso se agota, imprimen billetes sin reparo. Esa es la secuencia. El resto es puro cuento.
Bajo estas circunstancias niegan que la inflación sea un fenómeno eminentemente monetario. Se amparan en retorcidas teorías para confundir a la sociedad haciéndole creer que los síntomas son las reales causas.
Descubrieron a los “formadores de precios” y entonces plantean todo en términos de avaricia y conspiración. Apuntan con el dedo a los “malos de la película” haciéndolos aparecer como remarcadores irracionales y omiten deliberadamente que la verdadera confabulación es la que ellos diseñan cuidadosamente desde la política, con su estudiado discurso y disimulando la inagotable voracidad a la que apelan para saquear a los contribuyentes.
El punto tal vez sea otro y valga la pena, detenerse allí donde efectivamente puede interrumpirse esta cruel inercia para así dejar de apostar por la sensatez de quienes tienen el mando, pero no sufren jamás en primera persona el efectivo daño de sus necias determinaciones.
Que los gobiernos apliquen siempre las mismas recetas no llama la atención. Controles de precios, regulaciones, sanciones y hasta eufemismos como “precios cuidados” ya han demostrado su absoluto fracaso demasiadas veces como para volver a creer en esos instrumentos.
El impacto positivo de corto plazo dura semanas y luego todo se complica. Es demasiado lógico, si no se ocupan de la fuente que genera el colapso, no existe razón alguna para que mágicamente todo se esfume.
Lo que sigue sin dilucidarse es por qué la gente, ante tanta aplastante evidencia empírica acepta esta infantil caricatura de los “empresarios avaros” e insiste en concentrarse en los efectos y no en las causas. Se puede vivir engañado durante algún tiempo, pero no parece razonable dejarse estafar con los mismos artilugios constantemente. En algún momento hay que aprender la lección. Sin embargo, eso no sucede y la historia termina repitiéndose inexplicablemente.
Una suerte de disparatada tozudez rodea este delirio. Ya no se trata de entender a los manipuladores seriales, sino de comprender qué sucede con la sociedad y por qué no rechaza de plano esos proyectos que han tropezado tantas veces y con los cuales ya fueron todos embaucados en el pasado. A los problemas se los enfrenta. No se los elude indefinidamente. Si no se está dispuesto a abordarlos como corresponde, no se deben esperar soluciones consistentes. El diagnóstico es muy claro y concluyente. Un Estado fuerte pero austero es posible. Sin emisión, no hay inflación. Cuando esto se asuma, algo cambiará. Antes no. Mientras tanto los más pobres pagarán el costo de esta ridícula dilación y una inaceptable terquedad.
(*) Alberto Medina Méndez
Periodista y consultor
Presidente Fundación Club de la Libertad
amedinamendez@gmail.com
@amedinamendez