La compulsiva actitud de los pícaros de siempre

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

El episodio no ha sido menor. No se trata simplemente de un hecho de corrupción de los que aparecen usualmente, sino más bien de una trama con implicancias morales y políticas bastante difícil de mensurar tan rápidamente.

El incidente no pasará desapercibido como pretenden muchos de los protagonistas del microclima gubernamental. Intentan administrarlo como un tropiezo más, siendo que este, tan particular, tiene derivaciones que aún resultan incalculables.

Un ministro de Salud designado como experto es abruptamente despedido y un polémico periodista próximo al Presidente que delata “cándidamente” describiendo los pormenores de un nefasto mecanismo por el cual una casta de poderosos accede a la prebenda de las vacunas, son sólo la punta del iceberg que se ha logrado visualizar hasta ahora.

La experiencia de los dirigentes con más trayectoria sostiene que estos acontecimientos, por graves que parezcan, se diluyen gradualmente con el devenir de las semanas. Sin embargo, este suceso parece tener ribetes que lo hacen especialmente diferente, aunque también podría culminar del mismo modo que el resto transcurriendo como un trance más. Algunos analistas están convencidos de que lo acaecido es un acto impropio pero circunstancial y hasta irrelevante en el contexto de una interminable nómina de despropósitos que la cultura local tiene encarnada como hábito.

Desde lo político ciertos observadores tratan de descifrar las consecuencias emergentes de este singular evento teniendo en cuenta la cercanía de los comicios de un 2021 clave para definir el futuro del país. Algunos vaticinan que podría significar un tropiezo de enormes magnitudes para el oficialismo mientras los más optimistas creen que en unos meses todo se olvidará. Por otra parte, las ya potentes tensiones e inestables relaciones dentro de la alianza gobernante no deberían ser subestimadas en tiempos electorales. No faltaron a la cita esta vez los retorcidos argumentos que aspiran a justificar lo inaceptable. Desde el funcionario que afirma que fue un error involuntario de un colaborador a los que normalizan lo inadmisible aduciendo que esto ocurre en todo el planeta, pasando por el ardid de denunciar una operación de prensa desestabilizadora. Todo es verosímil.

Estos patéticos personajes han abusado del relato. Ellos tienen a la mano una explicación para cada delito en el que incurren. Se han acostumbrado a ser piadosos con sí mismos y a construir alegatos para excusarse ante cada uno de sus inagotables desmanes.

Algunos ingenuos en sus filas creen lo que sea y terminan siendo usados deliberadamente por esa oligarquía de cínicos que se aprovechan del mando y de la infantil reacción cívica, para enriquecerse a costa de los demás.

Es probable que en otras latitudes hubiera sido menos relevante por la abundancia de dosis previstas para inmunizar a la población. Después de todo la prerrogativa permitiría adelantarse sólo unos pocos días ya que los grupos de riesgo tienen fecha asignada para recibir lo que les corresponde.

Por múltiples razones no es lo que está pasando aquí, donde la escasez es evidente y nadie sabe cuándo le tocará en suerte acceder a esta imprescindible protección contra el coronavirus. Aquí todo es más dramático y entonces la paciencia social es inferior y absolutamente comprensible.

El tema de fondo es de orden moral. No es lógico quedarse con lo meramente anecdótico, ya que quien decidió montar un andamiaje tan sofisticado para socorrer arbitrariamente a los “amigos” es básicamente alguien que conscientemente relegó a los que más lo necesitan, dejando quizás sin protección a un anciano, pobre, sin “contactos” y del interior cuya tasa de letalidad es bastante superior a la del bendecido de turno. Es hora de reflexionar sobre la perversidad que trae consigo la discrecionalidad del Estado. No sólo sucede en asuntos sanitarios, sino en todo momento y lugar, incluidas las insignificantes situaciones cotidianas. El trillado “Estado presente” es esto y no otra cosa. Es un iluminado decidiendo por los demás, uno que no rinde cuentas, que no es transparente acerca de cómo toma determinaciones. No lo hacen así sólo con esto, sino con millones de tópicos a diario.

Pero sería muy simplista y hasta improcedente poner el foco sólo en los corruptos que se han habituado a este esquema basado en confundir Estado, Gobierno y Partido para utilizar lo estatal como si fuera propio.

Ya se sabe que son delincuentes, que no tienen perdón alguno y que su falta de ética no conoce de límites. Son indecentes, ni siquiera se esmeran en ocultarlo y a veces se enorgullecen de su talento para el crimen, ya que así se sienten superiores haciendo gala de una descarada pusilanimidad.

Tampoco es justo hacerse el distraído con los que solicitaron el privilegio y gestionaron este vergonzoso atajo. Ellos también han demostrado ser unos canallas, que desprecian la vida ajena y que no merecen ningún respeto. Los que se dedican a la política o a la labor comunitaria deberían tener la decencia de mantenerse en silencio y dejar de dar cátedra como si fueran referentes. Podrían al menos mostrar algo de pudor. Pero tal vez allí está el mayor de los problemas. La compulsión por hacer lo indebido reina en sus mentes. No lo pueden manejar, no logran evitarlo. Creen en esta picardía mediocre y han convertido la dinámica de “sacar ventaja” en su marca registrada. Unos y otros, los que hacen favores y los que lo piden, son despreciables ciudadanos que se han ganado el mayor de los repudios.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y Consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

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