La espasmódica dinámica del exitismo

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Por: Alberto Medina Méndez (*)

Si bien la competencia en diferentes disciplinas se presta a esas idas y vueltas, en otros aspectos de la vida cívica se puede caer en la misma trampa con demasiada frecuencia.

En esta ocasión el triunfo de la selección nacional de fútbol frente al combinado de Brasil, en la final de la Copa América se presenta como la versión más reciente de esa larga y arraigada tradición de esta sociedad.

Todo interpreta en blanco y negro, ignorando deliberadamente la existencia de cualquier tipo de matices. Si se gana se trata de un equipo extraordinario repleto de capacidades y si se pierde de un fracaso rotundo absolutamente esperable.

Esa dificultad para identificar la amplia gama de posibilidades que ocurren a diario deriva en una suerte de indescifrable euforia. Así las cosas, sólo caben dos alternativas completamente extremas, ser el peor o el mejor, el resto de las variantes desaparecen por arte de magia

Con el diario del lunes, todos los analistas encuentran sobrados argumentos que amplifican el resultado, cualquiera fuere. Después de todo, el hecho puntual solo se transforma en una excusa para darle magnitud al desenlace.

Claro que la gloria tiene mucho más encanto y entonces los titulares de los medios de comunicación más renombrados celebran apelando a encabezados tan grandilocuentes como ocurrentes. La misma contundencia emerge cuando sucede un traspié. En ese devenir, un eventual yerro es traducido velozmente como una tragedia inaceptable y las críticas más despiadadas se encargan de los protagonistas.

La mayoría de las veces el corolario de cualquier proceso es la consecuencia de una serie de circunstancias que se combinan aleatoriamente, las más de ellas de gran complejidad y que conviven en un momento determinado.

Obviamente el mérito existe y tiene un peso decisivo. Omitir este factor sería temerario y falaz. Es bastante fácil visualizar la relación directa entre los esfuerzos y los logros. El talento es una de las claves indudablemente. Pero también intervienen otras cuestiones, como por ejemplo la acción del rival, la participación de elementos externos impensados y hasta algo de buena fortuna. Todos esos ingredientes son también parte del cóctel. Frente al éxito o al descalabro, brota un relato binario que sólo reconoce fortalezas o debilidades como si ambas no pudieran mezclarse en proporciones.  Los ganadores de una disputa son ídolos que deben ser adorados y los perdedores unos villanos que merecen ser deportados por su patético despliegue. Así de radicalizada es la narrativa que construyen.

Lo paradójico es que los vencedores de hoy pronto tendrán que revalidar títulos y podrían convertirse dramáticamente en víctimas de esta misma espasmódica dinámica propia del delirio imperante. Si esta praxis quedara acotada exclusivamente a lo deportivo sería casi anecdótico, pero lo cierto es que esta perspectiva impregna todas las aristas de la vida en comunidad.

Esa misma lógica tan básica y lineal se aplica también a la política y la economía, la seguridad y la justicia, la salud y la educación, y al mismo tiempo a las relaciones interpersonales más mundanas.

Es peligroso entrar en ese juego. Es un asunto que requiere mucha atención. Pueden existir preferencias y eso es admisible, pero juzgar exageradamente las conductas ajenas es riesgoso.

Es cierto que algunos adjetivos invitan a una desmesurada simplificación y que ese puede ser un recurso totalmente válido para explicar una postura de un modo sencillo, aunque no exprese acabadamente una visión integral. Pero una cosa es utilizar un ardid lingüístico para explicitar una posición y otra diferente es creer en esas consignas tan categóricas como engañosas.

Valorar las virtudes de quienes consiguen logros y exaltar esas habilidades puede ser muy útil, al punto que probablemente otros encuentren allí la inspiración suficiente para intentar emular a los exitosos.  Eso es muy bueno y hasta deseable porque contagia de manera optimista a quienes estén dispuestos a hacer el sacrificio de mejorar. Todo lo que implique estimular conductas positivas debe ser replicado.

El problema es cuando este esquema toma idéntica potencia del lado opuesto. Destruir a aquello que ha tropezado no es un buen gesto. Habla mal ya no del que ha cometido un desacierto sino de quienes se ensañan con él con una vehemencia injustificable.

Se le atribuye a Jorge Luis Borges aquella genialidad que dice que “la derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”, sin embargo, una crueldad inexplicable invade a quienes deciden embestir con dureza exacerbando defectos llegando a veces hasta la innecesaria burla.

Un cinismo a prueba de todo aparece cuando los mismos que ayer cayeron revierten todo en el siguiente intento y ante la flamante conquista los detractores del pasado pretenden olvidar sus agravios haciendo de cuenta que jamás reprocharon nada.

Bienvenida la celebración del triunfo. Tal vez sea tiempo de reflexionar un poco y no caer en la tentación de ese grosero exitismo que lo exagera todo. La victoria no convierte a los mortales en héroes ni la derrota los hace traidores. En general, para entender al mundo es mejor pensar en grises. Casi nadie es tan bueno, ni tampoco nadie es tan malo.

(*) Alberto Medina Méndez

Periodista y consultor

Presidente Fundación Club de la Libertad

amedinamendez@gmail.com

@amedinamendez

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