Relatos, narrativas y pérdida de intelectualidad

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Por: Franco Marconi (*)

Relato mata dato. Popularidad mata intelectualidad. Pasión mata razón. Percepción mata realidad. Subjetividad mata objetividad. La cultura de la veneración de la cercanía ideológica y la pasión se ha apoderado de nuestra sociedad. Hemos virado el eje del debate hacia las posiciones de los sentimientos y la vehemencia argumentativa en detrimento de la objetividad y el pragmatismo. Las políticas públicas, los medios de información y las opiniones de la sociedad desconocen la búsqueda de intereses y de razón para la consecución de objetivos comunes y se amigan con el frenesí de la ideología y la radicalización de las ideas con el simple objetivo de militar personajes que bajan línea y encauzan los sentimientos de los férreos seguidores.

Esta sociedad deja de lado la discusión pacífica de verdades parciales y subjetivas, persiguiendo solamente la imposición de su teoría y la atomización de la idea rival mediante la coacción y la agresión. Esto genera el alejamiento del sano debate democrático de ideas contrarias que buscan complementarse para la consecución de políticas que ayuden al bienestar general. Ninguna teoría o persona puede poseer la verdad absoluta, en esto consiste la falibilidad humana. La aceptación a la crítica de la propia idea ayuda al consenso y a la construcción de la más perfectible opción de la teoría presentada, por lo que esta será abiertamente aceptada una vez que se someta al proceso de debate y salga victoriosa ante los embates de sus adversarios. La misma, comprobada y sostenida exitosamente, obtendrá el apoyo de la mayoría y será aplicada de forma correcta como política social. Ante el fallo de esta razonada discusión, se produce el rechazo sin vacilación de cualquier teoría o crítica contraria al propio pensamiento. Se pierde la capacidad de mejoramiento teórico, aplicabilidad universal y la obtención de amplio consenso. La falta de debate radicaliza las ideas y propicia la ‘dogmatización’ de las teorías avanzando sobre la libertad de critica y la capacidad de análisis de sus férreos seguidores, los cuales se ven dominados por respuestas automáticas y ‘de manual’.

La radicalización del bloque ideológico gesta en aquel contrario al dogma la misma reacción; la crítica y el desecho del rival sin más vacilación. Ambos dogmas, ante el embate violento de sus contrapartes, se cierran aún más sobre su propio núcleo e impiden el ingreso de ideas, en forma de críticas o de reformas que engendrarían el cambio generacional y ‘el paso de la batuta’ a quienes puedan modernizar la doctrina. Estos centrifugan a sus seguidores en el espectro político y producen una grieta que divide a sus doctrinarios. Aquel no alineado sufre de una depreciación de la política y mayor rechazo, dando lugar al amurallamiento del dogma y al crecimiento de movimientos anti–políticos o anti-casta. La falta de ideólogos que renueven las ideas y provoquen el cambio generacional mantiene ideas anticuadas y alienadas de la sociedad que terminan por desvanecer el atractivo ideológico y propicia el encierro doctrinario, la ruina y desaparición.

El principal problema que nace de esta radicalización no es que estos se priven de la renovación de ideas, sino que estos concentran a la sociedad en los extremos que la violentan y destruyen el debate democrático, reemplazándolo por una cultura de cancelación y ‘opinología’, donde se desatiende la búsqueda de rigor académico, neutralidad y lógica. Se atiende a la popularidad, al fervor para discutir ideas y a los tintes totalitarios de la veneración a una verdad absoluta. Cuando el debate público abandona la escucha del dato y la razón, la pasión se vuelve el centro y los sentimientos toman posesión de la palabra. Esta responde más violentamente al ataque y tiende a la censura de la crítica y a la veneración de su compañero ideológico.

El cercenamiento de la libertad de expresión perjudica directamente a la masa, la cual, al ser sometida al azote de la verdad absoluta y a la tiranía de la ignorancia, pierda su capacidad de crítica. Una sociedad poco juiciosa sobre sus gobernantes pierde la habilidad de controlarlos y por tanto su poder como decisor del bienestar común. Se vuelve prisionero del dogma dominante y pierde su libertad de pensar, llevándola hacia la degradación de su intelectualidad, la pérdida de su originalidad y, por ende, su capacidad de cambio y progreso. La perpetuación de la sólida doctrina propicia a su vez, la desigualdad ante la ley. Se desprecia a aquel que sea o piense distinto a lo que dicten los líderes y avala todo clase de perjuicios a su libertad en pro de la voluntad de la mayoría y la consecución del fin propuesto por el dogma.

La sociedad argentina va hoy en camino hacia este final. El debate público ya no concentra su foco sobre las reformas estructurales y la discusión democrática libre necesaria para el mejoramiento general. Este embate contra las ideologías condensa los sentimientos de la audiencia hacia la crítica férrea de las ideas de todos los sectores, oficialistas o no. Hemos abandonado el rigor científico y el debate para reemplazarlo por gritos e insultos que degradan la calidad intelectual y no ayudan a generar las políticas que han de llevar a la Argentina al progreso. Hemos instalado sólidamente la creencia de ‘Si no es como lo digo yo, no sirve’ y nos hemos tapado los oídos ante críticas que mejorarían nuestras teorías y perfeccionarían nuestras ideas. Hemos decididamente censurado a nuestros opositores porque tienen una opinión distinta a la nuestra. Hemos segmentado y fraccionado a nuestra sociedad, discriminando por clase social u ocupación, por ser del interior o de la capital. Hemos acusado a unos de no ser el verdadero pueblo, de realizar ataques a su libertad individual y a sus derechos naturales, justificando el accionar mediante dogmas anticuados que repiten ideas anticuadas. Hemos sistemáticamente olvidado nuestro deber ciudadano de escuchar y ser escuchado, de vivir y dejar vivir, de actuar acorde a nuestras creencias y opiniones, pero nunca en contra del prójimo.

He de preguntar aquí, ¿qué le espera a nuestra República si nos atacamos entre nosotros? ¿Qué le espera a nuestra sociedad si prohibimos el debate académico? ¿Qué hemos de esperar si permitimos la elevación del grito por sobre la razón? ¿Qué hemos de esperar si dejamos que se degrade nuestra intelectualidad? ¿Qué hemos de esperar si permitimos que se cercenen nuestras libertades y se destruya nuestra espontaneidad? ¿Qué hemos de esperar si permitimos la perpetuación de una verdad absoluta, sabiendo que esta no es infalible? ¿Qué hemos de esperar si perdemos nuestra capacidad crítica, si dejamos que nos dominen ideas sin conocer su contracara? ¿Qué hemos de esperar si permitimos que ideólogos hundidos en su propia percepción nos dirijan? Nos esperará, con brazos abiertos, la ruina.

(*)Franco Marconi

Estudiante de la Licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad del CEMA.

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