El muro de la vergüenza

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Por Jonathan Hipólito

Al final de la Segunda Guerra Mundial, tras la división de Alemania, Berlín también se dividió en cuatro sectores de ocupación: soviético, americano, francés e inglés. La mala relación entre el Partido Comunista y los aliados se desarrolló hasta el punto de que aparecerían dos monedas, dos ideales políticos y finalmente dos Alemania.

En 1949, las tres jurisdicciones occidentales (de Estados Unidos, Francia y Reino Unido) pasaron a denominarse República Federal de Alemania (RFA) y la jurisdicción oriental (Unión Soviética) pasó a llamarse República Democrática Alemana (RDA).

Berlín se dividió y se establecieron 81 cruces fronterizos entre las dos áreas de la ciudad.

La economía soviética fuertemente golpeada y el rápido desarrollo de Berlín Occidental hicieron que casi 3 millones de personas dejaran Alemania Oriental (hasta 1961) para adentrarse al Capitalismo.

Alemania Oriental comenzó a darse cuenta de las pérdidas de población que sufría (especialmente las pérdidas de población de alto perfil), y en la madrugada del 13 de agosto de 1961, decidió construir un muro temporal y cerrar 69 puestos de control, dejando solo 12 puntos abiertos. 

Ya en la mañana, se había colocado una alambrada provisional de 155 kilómetros que separaba las dos partes de Berlín. El transporte se interrumpe y nadie puede pasar de una parte a otra.

En los días siguientes, se construyeron muros de ladrillo y se expulsó a las personas cuyas casas estaban en la línea de construcción.

Con el paso de los años, hubo muchos intentos de escape, algunos con éxito, de forma que el muro fue ampliándose hasta límites insospechados para aumentar su seguridad.

El Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, con un interior formado por cables de acero para aumentar su resistencia. En la parte superior colocaron una superficie semiesférica para que nadie pudiera agarrarse a ella.

A lo largo del muro de separación se creó la llamada «franja de la muerte», formada por un foso, una alambrada, una carretera por la que circulaban constantemente vehículos militares, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día. Tratar de escapar era similar a tirarse a un mar lleno de tiburones. Aun así, fueron muchos los que lo intentaron.

Entre 1961 y 1989, más de 5.000 personas intentaron cruzar el Muro de Berlín y más de 3.000 fueron detenidas. Se desconoce el número exacto de personas que fallecieron al intentar cruzar la frontera a través del muro, la Fiscalía de Berlín considera que el saldo fue de más de 200 personas, incluyendo 33 que fallecieron como consecuencia de la detonación de minas.

El Muro se llamaba “Barrera de Protección Antifascista”. Este era el aparatoso nombre que escondía el empeño de evitar la masiva fuga de la fuerza laboral y la intención no de perseguir, sino de controlarlo todo, que resultó en un país gris, sin color, sin alegría, sin creatividad.

Pretendieron un control total de la realidad social, de los grupos y de las personas, hasta en sus aspectos más íntimos.

Se describe a la Stasi (la policía política de la RDA) y los mecanismos de control en la Alemania del Este, como el retrato casi perfecto del estado totalitario Orweliano. Inspirada y controlada por la KGB.

Otros elementos fundamentales del régimen de la República Democrática Alemana eran la mentira y el terror: la mentira sobre la que se fundamenta todo en estos gobiernos, las noticias sobre logros que no existen, las mentiras sobre lo que había detrás del muro, la mentira sobre la soberanía del país que no era otra cosa que un títere de la Unión Soviética. Y el terror impuesto por la persecución a quien pensaba distinto, o los castigos que recibían quienes trataban de escapar y burlar el muro.

El muro de Berlín representa el fracaso del experimento comunista-totalitario y la tragedia en que se han convertido los países que lo han intentado. El hecho de convertir a un país en una cárcel, de dividir una ciudad, sus calles, sus cloacas, sus edificios y parques debe ser recuerdo constante del fracaso socialista.

Aquel muro sería derrumbado la noche del 9 de noviembre de 1989 por una sociedad cansada de la mentira, del sufrimiento, del perseguimiento y por sobre todo se lograría tumbar con valentía y por el amor a la libertad y a la democracia.

El muro, su construcción y su caída, simbolizan como pocas cosas la maldad de la que es capaz el hombre, pero también lo mejor de nosotros y el instinto de libertad que nos impulsa.

“El hombre es libre en el momento en que desea serlo” escribió Voltaire una vez.

Todo lo anterior debe servir, cada año, para que entendamos que más allá de la libertad no existe nada y que ningún muro, ni ninguna ideología y ni siquiera un estado, pueden oprimir nuestra sed inagotable de vivir en libertad.

 

Jonathan Hipólito.
Estudiante de Derecho.
Miembro-Fundador de ALA (Agrupación Liberal Alberdi).

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