John Locke: un hombre de su tiempo e inspiración para el futuro

John Locke fue un hombre de su tiempo. Definitivamente. En la arena política, económica y religiosa de la Inglaterra del siglo XVII se vivían tiempos turbulentos.

John Locke nace en tiempos del rey Carlos I, monarca conocido por su “Parlamento Corto”. En efecto, el rey lo abría y lo disolvía según su conveniencia. Las tensiones entre parlamentaristas y realistas finalmente conducen a una Guerra Civil, el monarca Carlos I es ejecutado y Oliverio Cromwell, quien se autodenomina “Lord Protector”, instaura una República que dura unos años, hasta que se produce la restauración monárquica con Carlos II (hijo de Carlos I).

Es durante el reinado de Carlos II que Locke asiste a la Universidad en Oxford, donde estudia medicina. Años más tarde, el ejercicio de su carrera lo pondrá en contacto con Lord Ashley -Conde de Shaftesbury- con quien entabla una estrecha relación. Se convierte en su médico y hombre de confianza. Recordemos que Lord Ashley es considerado uno de los fundadores del partido “whig”, derivado en su esencia del movimiento de los “levellers” de la etapa precedente.

Cuando Carlos II muere, su hermano y sucesor Jacobo II, es percibido con ciertos resquemores por parte de los parlamentaristas. “Sospechado” de ser católico en momentos en que catolicismo era sinónimo de absolutismo, la sospecha se veía intensificada tanto más por cuanto Carlos II y Jacobo II eran primos de Luis XIV, el monarca absoluto por antonomasia que afirmaba “L’ Etat c’ est moi”.

Jacobo II intentó acallar estas acusaciones, casando a sus dos hijas con figuras protestantes de Dinamarca y Holanda. Pero el problema es que cuando Jacobo II finalmente concibe en su segundo matrimonio un hijo varón, los parlamentaristas avizoran ya casi con certeza un futuro absolutista. Y es así como un grupo de nobles, llamados “Los Siete Inmortales” convocan entonces a Guillermo de Orange, marido de María, la hija mayor de Jacobo II, para que tomen el trono, pero con la condición de dejar el poder efectivo en manos del Parlamento.

En 1688, Guillermo de Orange desembarca en la isla de Gran Bretaña y la llamada “Revolución Gloriosa” conduce a la instauración de una monarquía parlamentaria, un gobierno representativo, un Estado de derecho.

Recién un año después, en 1689 y luego de haber permanecido exiliado, John Locke se siente lo suficientemente seguro para publicar sus Dos Tratados sobre el Gobierno Civil, la más famosa de sus obras.

El Primer Tratado constituye una refutación al escrito pro-monárquico “Patriarca”, de Robert Filmer, publicado en 1680. Según este escrito, el Rey es el “padre” de su pueblo, hecho que funda en el derecho divino que Dios le ha dado para reinar. Desde la visión de Locke, en cambio, si bien un padre debe hacerse cargo de su hijo hasta que éste pueda valerse por sí mismo, el Gobierno no debe tener a sus súbditos en una especie de “infancia eterna” sino que debe velar por su desarrollo. Ecos claros de estas ideas resuenan cuando aún hoy hablamos del “paternalismo estatal”.

El Segundo Tratado es lectura fundamental para comprender la filosofía política de Locke. Allí es donde despliega los fundamentos de la legitimidad estatal. De tesis contractualista, Locke imagina un “estado de naturaleza” pacífico, de libertad, igualdad y cooperación voluntaria. Y ciertamente, podríamos decir que este “estado de naturaleza” sigue verificándose hoy en el plano internacional donde estados independientes se vinculan sin necesidad de una autoridad supranacional reguladora obligatoria.

Locke afirma que “vida, libertad y propiedad” son derechos naturales. Aclara también que uno es propietario de uno mismo, y por extensión de su producción, para la cual concurren trabajo y otros recursos.  (De sus palabras se derivará en algún momento la idea de que la fuente de valor es el trabajo, concepto errado Karl Marx llevará al extremo pero que luego refutarán los economistas austríacos con la teoría subjetiva del valor.)

En el desarrollo de su idea Locke postula luego que si bien la ley natural indica que no se debe perjudicar al prójimo, lo cierto es que puede haber intereses en conflicto que generen violencia y por ende inseguridad. Entonces los hombres deciden “firmar un contrato social” y crear el Estado, cuyo fin central es el de proteger los derechos naturales de los individuos. Según Locke, nos asociamos con el fin de evitar un “estado de guerra”. Y entregamos parte de nuestra libertad y parte de nuestra propiedad al Estado, justamente, para que se ocupe de protegerlas. Aceptamos un gobierno que imponga leyes, en tanto protejan nuestros derechos y nos brinden seguridad. Eso sí, si el Estado falla, si hay abusos por parte del poder, el pueblo tiene no sólo el derecho sino el deber de rebelarse, tema éste que luego desarrollará brillantemente años más tarde Henry David Thoreau en “La desobediencia civil”.

A fin de evitar la tiranía Locke incluso elabora la idea de un gobierno con tres poderes, Ejecutivo, Federativo y Legislativo, dándole a este último un carácter preponderante.

Ahora, si revisamos la historia británica, los intentos de la limitación del poder real no eran nuevos. Ya en 1215, el artículo 61 de la Carta Magna había instrumentado la creación de un Consejo de 25 Barones para hacer cumplir el documento por parte del rey, generando cierta dosis de accountability entre el monarca y la nobleza.

La Carta Magna es también prueba de la superación del conflicto entre Juan I -llamado Juan Sin Tierra por sus fracasos en materia de conquista territorial-, y el Papa, acerca de la designación del Arzobispo de Canterbury.  Dice la Carta: “…a través de estos estatutos hemos confirmado para nosotros y para nuestros herederos en perpetuidad, que la iglesia inglesa debe ser libre, y debe tener sus derechos invariables, y sus libertades inalteradas” reza el documento.

De esta forma, la Carta Magna constituye, al mismo tiempo, un antecedente de limitaciones al poder real y de distancia respecto a la Iglesia Católica, dos temas que permanecerán vigentes en la época de John Locke y, por tanto, en su obra.

La efectiva conformación de la Iglesia Anglicana se había producido un siglo antes de que Locke naciera, en tiempos de Enrique VIII. Este rey se había constituido como cabeza de la Iglesia de Inglaterra, instaurando un “protestantismo de estado” que se extendió en el tiempo, salvando por cierto el reinado de su hija María I, católica ella al igual que su madre (la española Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos) y que su esposo (el también español Felipe II), reina cuya persecución a los protestantes inspiró su apodo: “María la Sanguinaria”, o en su lengua original, “Bloody Mary” (y sí, de allí deriva el nombre del cocktail, cuyo jugo de tomate evoca la sangre derramada durante este tempestuoso período).

Locke nace en 1632, un año antes de que los desafíos científicos de Galileo Galilei al geocentrismo eclesiástico le ganaran su condena por la Iglesia de Roma y un arresto domiciliario de por vida. Es en este contexto que Locke escribe su “Ensayo sobre la tolerancia” y “Cartas sobre la tolerancia”, con el objetivo de “distinguir con exactitud las cuestiones del gobierno civil de las cuestiones de la religión, y fijar las debidas fronteras que existen entre la Iglesia y el Estado”.  Desde su punto de vista, “no es la diversidad de opiniones, que no puede evitarse, sino la negativa a tolerar (..) lo que ha dado lugar a todos los conflictos y guerras que ha habido en el mundo cristiano a causa de la religión”

Para Locke como filósofo, la felicidad del ser humano tenía que ver tanto con el disfrute de los bienes civiles y temporales de este mundo, como con el gozo de los bienes espirituales, los del alma. Y en consecuencia establece dos tipos de comunidad diferentes. Por un lado, el Estado, encargado de velar por la vida, la libertad y la propiedad de los hombres en este mundo y dotado para ello del monopolio del uso de la violencia, y por otro la Iglesia, una “asociación civil y voluntaria” encargada de velar por el alma de sus fieles sin hacer uso de la fuerza sino de la seducción y la persuasión. En resumidas cuentas, los asuntos espirituales quedan para Locke fuera de la órbita política. La religión no debe inmiscuirse ni interferir en los asuntos públicos y el Estado nada tiene que decir sobre los artículos de fe en tanto y en cuanto estos no dañen a la sociedad ni a los individuos.

Por supuesto que cuando Locke habla de “tolerancia”, debemos aclarar que es una tolerancia “limitada”: ni los ateos ni los católicos ni los creyentes de cualquier otra religión que incurriera en delitos contra la vida, la propiedad y la libertad serían posibles beneficiarios de la tolerancia lockeana. La referencia explícita a los católicos adviene por el sometimiento de éstos a la autoridad del Papa, considerado un príncipe extranjero.

Locke es reconocido asimismo como el “padre” del empirismo. Su obra, “Ensayo sobre el entendimiento humano” refuta los principios del racionalismo cartesiano y postula que la conciencia humana es una “tabula rasa”, un espacio vacío adonde el conocimiento se va formando en base a la experiencia. Incluso define “sentir” y “reflexionar” como las dos etapas fundamentales en la construcción del conocimiento.

En definitiva, los escritos de Locke, ya sea sobre epistemología, política o religión son fiel reflejo de su época, en cuyo contexto deben necesariamente interpretarse. Y sin duda alguna, constituyeron fuente de inspiración inmediata para la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.  Legado extensivo por cierto a toda constitución nacional que tenga por norte el resguardo de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad.

Esa libertad, cuya defensa nos requiere en ocasiones tanto esfuerzo cotidiano, se empezó a forjar hace ya más de tres siglos en tierras inglesas, impulsada por autores como John Locke. El mejor homenaje que le podemos hacer hoy a su figura, a 388 años de su nacimiento, es difundir sus escritos, su pensamiento y seguir luchando por esa misma libertad que con tanto rigor y elocuencia él defendió.

 

Alba Orellana.

Deja una respuesta